Dice la leyenda áurea
que el maestro Ciruela no sabía leer y puso escuela. La hazaña está a punto de
ser superada por el maestro Quim Torra, que ha exigido a Pedro Sánchez, en
inglés y en catalán, “valentía y coraje” para emprender cambios democráticos en
España.
Tales cambios
democráticos no irían encaminados a beneficiar a los españoles, sino a los únicos
que importan en este pleito, los catalanes. No a todos los catalanes, sin
embargo, sino solo a aquellos que anhelan independizarse de España. Los derechos
políticos que puedan tener tanto los españoles propiamente dichos como los catalanes
españolistas, para Quim Torra son mero “flatus vocis”; quiero decir, que le
traen sin cuidado. Tales derechos no formarían parte, según su doctrina, de la
democracia globalmente considerada. Lo ha dicho, o lo ha dejado entender, tanto
en catalán como en inglés.
Torra ha hablado desde
el Salón Gótico del Palau de la Generalitat, y rodeado por todo su gobierno. La
suya ha sido una declaración institucional solemne, en la que ha apelado a la
comunidad internacional, a todos los catalanes y a todos los demócratas. No a
los españoles; los españoles, lamentablemente, no tienen remedio y deben ser
dejados de lado, procurando que no molesten o que molesten lo mínimo exigible.
Quizá por esa
razón, Torra ha hablado en inglés y en catalán.
Democracia es votar, argumenta Torra, que
defiende por esa razón la jornada del 1-O. Allí se votó, y de ahí emana un
mandato preciso que es imperativo tanto para quienes votaron como para quienes
no votaron, para quienes consideran suficientes las garantías que rodearon el
acto, como para quienes las impugnan en base precisamente a la doctrina
decantada durante siglos en lo que viene en llamarse la comunidad internacional
o, con mayor rimbombancia, el concierto de las naciones.
Democracia es
votar, sostiene Torra, pero no lo es contar luego los votos. Si se ha reunido
un buen puñado, ya es suficiente, por más que en repetidos comicios no se haya llegado
nunca ni siquiera al 50% del total de los sufragios emitidos, y menos aún respecto del censo de
catalanes con derecho a voto. Todo ello por no hablar de los derechos,
meramente teóricos, de los españoles crecidos acá o acullá del Ebro, a terciar
en la cuestión.
Ha profetizado Quim
Torra que el juicio que en breve va a iniciarse a políticos catalanes presos o
ausentes, «cambiará para siempre nuestro país y su relación con el Reino de
España». Habida cuenta de quien lo dice, de que lo dice en inglés, y de la
propuesta que argumenta en su discurso, se trata de una profecía autocumplida.
Nuestro país ya ha cambiado, si no para siempre, sí para una temporada larga. Las
posiciones diferenciadas, legítimamente defendibles en una democracia que me
atrevería a calificar de “normal”, pero que no es la democracia de Quim Torra,
ya han cristalizado aquí en una división abismal. Ya no cuentan todos los votos
para decidir un porvenir común, sino que unos votos son valiosos y otros
execrables, en la decisión de un porvenir que no tiene nada de común.
Quim Torra ha
concluido su declaración asegurando que no va a retroceder ante la «oleada
represiva», no se sabe muy bien en referencia a qué, y defendiendo «la
democracia, la no violencia, la justicia y la libertad.»
Así sea. Para
todos.