La fábrica de
sueños ha perdido, el pasado día 21, al último de sus magos. Stanley Donen tenía 94 años y vivía
desde hace muchos en un honroso retiro. Había conocido a Gene Kelly en 1946, en el casting de
un musical en Hollywood; los dos eran bailarines y coreógrafos, pero Donen doce
años más joven.
Kelly lo tomó como
ayudante de dirección para un proyecto fascinante, rodar escenas de danza en la
calle, y no en un estudio. Aquello fue On
the Town (“Un día en Nueva York”), 1949. Donen tenía solo veinticinco años.
El dúo se atrevió a
continuar la historia sentimental de los tres marineros en la gran ciudad, también
en clave musical, con Siempre hace buen
tiempo, 1955. Una cita veinte años después para saber cada uno qué había
pasado con los otros dos amigos mientras tanto (fracasos sentimentales y
profesionales, penurias, mediocridad, úlcera, ciática). Los fracasos acumulados
de tres perdedores se transfiguraban de pronto, en el curso de otro día loco en
la gran ciudad.
Entre las dos memorables películas, Donen y Kelly firmaron conjuntamente otro musical, Cantando bajo la lluvia, 1952. Una
historia de un momento clave de la industria del cine, llena de humor y de
sagacidad, que la industria del cine no quiso premiar por miopía. Me he
referido en un post antiguo a esta película, que sigo poniéndome de cuando en
cuando para cargar pilas, gracias a la magia del DVD. Me centraba en aquel comentario
en Cyd Charisse, que es seguramente lo menos importante que sucede en la
película, y en el efecto que tuvo en el repentino despertar de mis hormonas
(1). La magia de la película consiste en que hace historia de la magia implícita
en el cine mismo. Vemos en un desfile deslumbrante de gags, de bailes y de
canciones, cómo nace el cine sonoro, cómo lo aborda la industria, cómo el invento
del doblaje solventa las primeras dificultades técnicas, cómo toda una
generación de actores y de directores consagrados, incapaces de asimilar la
mutación, se ve arrinconada, irritada y sin empleo, mientras otra generación
más joven, empoderada por el avance tecnológico, se lanza a ocupar su lugar.
Durante el rodaje de
Siempre hace buen tiempo, Kelly y
Donen riñeron, y Donen optó por rescindir su contrato con MGM y volar solo.
Kelly hizo lo mismo.
Hasta ese momento
había dudas sobre cuál de los dos era el genio. Kelly era el mayor, en edad y
en popularidad. Era un bailarín y coreógrafo excepcional, y un actor mediocre.
La continuación de su carrera cinematográfica lo mostró como un gran director
de coreografía, y un deficiente narrador en imágenes.
Stanley Donen, por
el contrario, siguió sacando conejos blancos de su galera de mago. Anoten: Indiscreta (1958), Charada (1963), Arabesco (1966),
Dos en la carretera (1967). En 1968
Hollywood rectificó con él y le dio un óscar honorífico por el conjunto de su
carrera. Donen siguió haciendo películas a partir de esa fecha, pero ya
bastante menos memorables.
Hay dos frases
suyas que lo definen como profesional modesto y como hombre feliz. La primera
(las cito de memoria, de modo que las palabras no son las exactas, pero sí la
idea): “Dirigir es fácil. Basta con rodearse de los mejores en cada campo, y
cuando empieza el rodaje no pretender interferir en su trabajo.” La segunda: “El
cine es como el sexo: cuando es bueno, es muy bueno, y cuando es malo, aún
sigue siendo bastante bueno.”
Se refería, claro
está, al cine como magia narrativa, a la ilusión de realidad, a la materia de
la que están hechos los sueños. No a otras vertientes, o senderos, o
posibilidades del cine, perfectamente válidas y respetables, pero en las cuales
las cosas suceden de forma distinta: lo que es bueno es siempre bueno, y lo que
es malo es escuetamente malo.