Cuando la “comisión
de sabios” reunida por Pedro Sánchez para diseñar una propuesta de reforma de
la Constitución ha insinuado que el nuevo texto debería recoger de forma
adecuada el «hecho diferencial» catalán, los barones territoriales del PSOE han
respondido con estrépito que de eso nada. Entre el café para todos y la
aceptación de alguna forma de hecho diferencial, se quedan sin dudar con lo
primero.
No es una situación
nueva. Cuando las Cortes refrendaron (con algunos recortes) la reforma del
Estatut catalán impulsada por Pasqual Maragall, se generó un frenesí
precipitado de reformas miméticas de estatutos que copiaban al pie de la letra
las novedades aprobadas para Cataluña. Luego se produjo el hecho ridículo de
que, al anular el Tribunal constitucional una parte del articulado catalán,
esa parte siguió sin embargo teóricamente vigente para otras autonomías. No importó,
porque nadie pensaba llevar a la práctica las posibilidades políticas que
abrían las disposiciones declaradas inconstitucionales. Solo habían querido "no
ser menos", de ninguna manera ni por ningún concepto.
Esa actitud abiertamente reivindicativa tendría
connotaciones positivas de existir en las comunidades autonómicas el afán o la
ilusión de construir una relación diferente con el Estado y con las demás partes
del Estado. Para decirlo con más precisión, si existiera un espíritu
federalista que animara a una cooperación y a un equilibrio más justo entre las
administraciones y también con los administrados. Si existiera una aspiración
común a crear riqueza para todos y a compartirla de una forma igualitaria, y además
consensuada entre todos.
Por el contrario,
lo que ha prevalecido históricamente en las instituciones autonómicas ha sido
una actitud egoísta y rapaz. Se ha trabajado para recibir la mayor porción
posible de financiación de la gran repartidora central del Estado, y se ha gestionado con una
intención magnificadora y suntuaria para las grandes obras públicas en el
territorio (aeropuertos, AVEs, museos singulares, sedes de instituciones), de rivalidad
abierta respecto de las demás comunidades (proyectos de trasvases hidrográficos,
corredores prioritarios de comunicaciones), y de clientelismo hacia los propios
gobernados. Ni más ni menos lo mismo ha hecho nuestra santa iglesia católica,
apostólica y autonómica, que ha aprovechado la pervivencia de una ley
franquista olvidada para emprender una nueva “amortización” y acrecentar su
inmenso patrimonio, tanto catastral como histórico-artístico, exento del pago
de impuestos, poniendo a su nombre todos cuantos edificios de culto o no culto
tenían alguna relación con su secular poder omnímodo en la vida del país. Para luego exigir más financiación pública para ese patrimonio privatizado.
Entonces, el
problema del federalismo va mucho más allá de Cataluña, y exige un pacto mucho
más pegado al suelo y participativo entre los españoles de cualquier filiación
y procedencia. Solo se podrá abordar de una manera justa y equitativa para
todos el hecho diferencial catalán, que sí existe y no es posible seguir
desconociendo, cuando se consolide una conciencia de comunidad, de pertenencia
común y de solidaridad, entre catalanes, andaluces, extremeños, vascos y aragoneses, y
también entre judíos, moros, católicos, protestantes y ateos. Desde un compromiso común firme, laico
y desinteresado, bien sea federal --lo que hasta el momento es solo un
desiderátum lejano--, o simplemente comunal.