La lección más
clara y más contundente de la crisis griega aún en curso, es la capacidad
desmesurada del Banco Central Europeo y de las instituciones concomitantes para
torcer la voluntad democrática de un país miembro y forzarle a seguir por las
malas la senda marcada y bendecida por una oligocracia financiera.
Ha sucedido por dos
veces en Grecia, una por lo menos en Italia, y de forma más difusa un poco en
todas partes. Ahora se tiende a criticar a Alexis Tsipras
por presentarse al ultimátum del Eurogrupo sin un plan B, y tener que
envainársela en el primer asalto. Es difícil, sin embargo, contar con un plan B
frente a las baterías de artillería pesada que desplegó la Eurozona, sin una
sola fisura interna y con la sancta
simplicitas añadida de voluntarios que se apresuraron a añadir su propia ramita
a la pira, tal y como hizo en 1415 la viejecita de Constanza cuando se quemó en
público al hereje Jan Hus.
El momento crítico
ha pasado, pero volverá. Habrá nuevos vencimientos de plazos, nuevas
solicitudes de prórrogas y de quitas, nuevo rechinar de cadenas y crujir de
dientes. Por eso sería inexcusable seguir todo este tiempo sin un plan B.
Pero no un plan B
para Grecia, sino para Europa. Para Europa con Grecia incluida en ella,
naturalmente. Con esta Europa, señores, no vamos a ninguna parte. Con tasas de
desempleo agobiantes, con índices crecientes de empleo basura, con una juventud
sin futuro, y con una tercera edad en aumento, desprovista de recursos y de
asistencia y con pensiones menguantes, el señuelo de un futuro neoliberal no da
para mucho. Hay una ira creciente, que poco a poco pierde en la desesperanza
sus perfiles constructivos y se deja ir hacia la antipolítica o hacia la pura
barbaridad. Hoy son los islamistas; mañana pueden ser otros grupos los que
recurran a la dinamita y al kalashnikov. Disculpen si ejerzo de agorero, pero
tiéntense antes la ropa quienes me acusen de exagerar peligros.
Me parece
interesante reflexionar sobre lo que plantea Oskar
Lafontaine en un artículo titulado ¿Qué
podemos aprender del chantaje al gobierno de Syriza? (1). Es cierto que el
poder que otorga la moneda única a sus gestores es desmedido, abusivo y
antidemocrático. Es cierto que la moneda única ha pasado de ser una fuente de
prosperidad compartida a una ratonera en la que unos padecen para que otros se
lucren. Es cierto que un sistema monetario europeo más flexible, con mecanismos
de intervención y de equilibrio y redes apropiadas de seguridad, sería más
efectivo que el reinado indiscutido del euro y se adaptaría mejor a la
existencia de economías de muy diferentes volumen y características. La
implantación de cambios en el sistema debería hacerse de forma gradual, pero
empezando por desautorizar a los poncios que se han encaramado en la tribuna de
la gobernanza europea y desde allí azuzan a los cuatro jinetes del apocalipsis
neoliberal.
Un plan B para
Europa tendría que constar de otros capítulos además del estrictamente
monetario, y ninguno de ellos puede improvisarse de un plumazo o con una única reforma
constitucional duradera para los próximos cuarenta años. La base del plan
tendría que ser, como sugiere Lafontaine, la del principio de subsidiariedad.
Todo aquello que pueda hacerse en los niveles inferiores de la pirámide europea,
a partir de los mismos municipios, debe ser hecho allí, y además con la mayor
autonomía posible. La delegación de competencias hacia arriba trae
consecuencias nefastas no solo para la democracia, sino para la gobernanza
misma de las cosas. Cuanto más lejano del suelo que lo sustenta, peor es la
calidad del gobierno “menudo”; ocurre con él como con los alimentos, sujetos a
la ley de la proximidad salvo raras y exóticas excepciones.
Y además de las
cuestiones monetarias, y las económicas, y las propiamente políticas, el plan B
para Europa debería incluir un amplio contenido de medidas de naturaleza social
y laboral. La arquitectura del trabajo productivo, los niveles salariales, la
participación de los trabajadores en las decisiones productivas, el radio de
acción y las competencias de los sindicatos, deben ser regulados de forma
unitaria aunque escalonada, y compatible para todo el ámbito europeo de modo que se amortigüen al máximo los efectos "llamada" y otras eventualidades indeseables. Deben ser regulados no de
golpe, no por decreto, sino a través de una transformación molecular de las
estructuras de decisión y de ejecución de los planes productivos, y con la
participación de las administraciones implicadas.
Y lo mismo debe
hacerse, de forma urgente, con todo el bloque de temas relacionados con la
seguridad social y las pensiones. Una reflexión de ayer mismo de Joan Coscubiela (2) trae a cuento las bases muy
sólidas de un posible plan B para las pensiones en Cataluña, en España y en
Europa. Y señala la relación que existe entre los sistemas asistenciales y las
economías productivas, y cómo los callejones sin salida de los primeros
resultan ser salidas sin callejón cuando se abordan de concierto con las
segundas.
En todas estas
cuestiones la izquierda española y la europea tienen necesidad de incrementar
su reflexión, pero sobre todo sus propuestas prácticas de gobierno. No hay compás
de espera. A riesgo de equivocarnos mil veces, hemos de poner en pie con
urgencia, por el procedimiento del ensayo y el error, uno o más planes B que
refuten desde la base misma las verdades del barquero que nos están vendiendo
los arúspices del libre mercado.