Laura del Hoyo no
contará en las estadísticas de muertes por violencia de género porque no tenía
una relación sentimental con su asesino. Solo acompañaba a Marina Okarynska, su
amiga, a recoger algunas pertenencias en el que había sido domicilio transitorio
de la pareja, en Cuenca.
El dato estadístico
en sí mismo importa poco. Hay padres, parientes, amigas, en esa relación de
muertes colaterales. Hijos también, hijos sobre todo. Cada muerte se clasifica
en una casilla diferente; una rutina que no sirve para aclarar la realidad, por
más que tampoco vaya dirigida a enmascararla. Es, sencillamente, el orden vicario
que reflejan unos estadillos administrativos, en contraste con el desorden profundo
de los estragos reales causados por una patología social particularmente
virulenta.
La violencia de
género no es selectiva: tiende a destruir los apoyos familiares y sociales de
la víctima, pero llegado el caso arrasa con todo lo que se pone por delante. Si
un tifón arrasa una localidad costera, se cuentan los muertos sin distinguir
entre los habitantes censados y los que estaban de visita en ese momento
preciso. (Supongo.) Desde esa lógica, Laura del Hoyo debería contar entre las
víctimas de la violencia de género contabilizadas por el Observatorio de
Violencia Doméstica del Consejo General del Poder Judicial. Tal vez conste de
todos modos, en una lista estadística complementaria.
Conviene que sea
así, en todo caso, para poder precisar las dimensiones reales del fenómeno y
aprontar soluciones eficaces. Seguimos anclados en la constatación consabida de
que «no había denuncias previas». Cuando sí las había y no sirvieron, se someten
a investigación administrativa las causas inexplicables de su inutilidad. Seguimos
aferrados al mantenimiento de unos protocolos que nunca o casi nunca se cumplen
en la práctica. No contamos con elementos suficientes de prevención ni de
vigilancia especializados. Dicen que no hay dinero para eso. Tonterías. No hay
voluntad política.
No hay voluntad
política porque seguimos inmersos en una sociedad patriarcal, porque la
condición de mujer se sigue considerando una minusvalía, porque los jueces
siguen fallando en favor de la presunción de que el cabeza de familia es la
autoridad suprema en el terreno de la intimidad privada, y porque las jerarquías
eclesiásticas prefieren mirar a otra parte y reservar sus justas iras para las ovejas
descarriadas del rebaño, las divorciadas, las casquivanas, las abortistas.
Todo lo cual,
sumado a la presión social tendente a establecer cortapisas a la libertad y la
igualdad de las mujeres, está contribuyendo a armar el brazo vengador de un grupo
reducido pero consistente de psicópatas que se consideran a sí mismos propietarios
legítimos y jueces supremos de otras personas, con derecho de vida y muerte
sobre ellas.
Un cambio de
mentalidad por parte de los poderes públicos y de los poderes fácticos en este
terreno no acabaría del todo con las tragedias familiares ni con las muertes violentas de mujeres, pero seguramente reduciría en mucho los estragos. La
solución debería empezar por donde empieza todo: por la educación.
Pero una iniciativa
tan loable como la de introducir en los programas educativos una asignatura
llamada Educación para la Ciudadanía, provocó un alboroto mayúsculo entre la derecha
apostólica, la jerarquía eclesial y sus poderosos voceros mediáticos, que acabaron
por fulminar la puesta en marcha del intento.
Y es que a la
derechona y a los obispos les gusta la sociedad tal como está. Violencia
estructural de género incluida.