viernes, 14 de agosto de 2015

VIOLENCIA ESTRUCTURAL DE GÉNERO


Laura del Hoyo no contará en las estadísticas de muertes por violencia de género porque no tenía una relación sentimental con su asesino. Solo acompañaba a Marina Okarynska, su amiga, a recoger algunas pertenencias en el que había sido domicilio transitorio de la pareja, en Cuenca.
El dato estadístico en sí mismo importa poco. Hay padres, parientes, amigas, en esa relación de muertes colaterales. Hijos también, hijos sobre todo. Cada muerte se clasifica en una casilla diferente; una rutina que no sirve para aclarar la realidad, por más que tampoco vaya dirigida a enmascararla. Es, sencillamente, el orden vicario que reflejan unos estadillos administrativos, en contraste con el desorden profundo de los estragos reales causados por una patología social particularmente virulenta.
La violencia de género no es selectiva: tiende a destruir los apoyos familiares y sociales de la víctima, pero llegado el caso arrasa con todo lo que se pone por delante. Si un tifón arrasa una localidad costera, se cuentan los muertos sin distinguir entre los habitantes censados y los que estaban de visita en ese momento preciso. (Supongo.) Desde esa lógica, Laura del Hoyo debería contar entre las víctimas de la violencia de género contabilizadas por el Observatorio de Violencia Doméstica del Consejo General del Poder Judicial. Tal vez conste de todos modos, en una lista estadística complementaria.
Conviene que sea así, en todo caso, para poder precisar las dimensiones reales del fenómeno y aprontar soluciones eficaces. Seguimos anclados en la constatación consabida de que «no había denuncias previas». Cuando sí las había y no sirvieron, se someten a investigación administrativa las causas inexplicables de su inutilidad. Seguimos aferrados al mantenimiento de unos protocolos que nunca o casi nunca se cumplen en la práctica. No contamos con elementos suficientes de prevención ni de vigilancia especializados. Dicen que no hay dinero para eso. Tonterías. No hay voluntad política.
No hay voluntad política porque seguimos inmersos en una sociedad patriarcal, porque la condición de mujer se sigue considerando una minusvalía, porque los jueces siguen fallando en favor de la presunción de que el cabeza de familia es la autoridad suprema en el terreno de la intimidad privada, y porque las jerarquías eclesiásticas prefieren mirar a otra parte y reservar sus justas iras para las ovejas descarriadas del rebaño, las divorciadas, las casquivanas, las abortistas.
Todo lo cual, sumado a la presión social tendente a establecer cortapisas a la libertad y la igualdad de las mujeres, está contribuyendo a armar el brazo vengador de un grupo reducido pero consistente de psicópatas que se consideran a sí mismos propietarios legítimos y jueces supremos de otras personas, con derecho de vida y muerte sobre ellas.
Un cambio de mentalidad por parte de los poderes públicos y de los poderes fácticos en este terreno no acabaría del todo con las tragedias familiares ni con las muertes violentas de mujeres, pero seguramente reduciría en mucho los estragos. La solución debería empezar por donde empieza todo: por la educación.
Pero una iniciativa tan loable como la de introducir en los programas educativos una asignatura llamada Educación para la Ciudadanía, provocó un alboroto mayúsculo entre la derecha apostólica, la jerarquía eclesial y sus poderosos voceros mediáticos, que acabaron por fulminar la puesta en marcha del intento.
Y es que a la derechona y a los obispos les gusta la sociedad tal como está. Violencia estructural de género incluida.