El derecho a
decidir no es nada si no va acompañado por la licencia para desconfiar.
Estudien este enunciado bastante improvisado; podría haber en él un núcleo
oculto, una porción cuantificable de verdad.
Lo digo por la incomodidad
que me produce la última novedad puesta en órbita por la candidatura
soberanista a las elecciones autonómicas catalanas. El cantautor Lluís Llach, un referente de la izquierda nacionalista
autóctona, soñaba en voz alta en Girona con una futura fusión de los del Junts pel Sí con los del Sí es Pot, y Raül Romeva, a su lado, le acompañaba al bajo continuo
con la vieja cantinela del Entre tots ho
farem tot, entre todos lo haremos todo; desde el nombre del nuevo president
hasta la forma del Estado propio, la constitución catalana in progress, las futuras relaciones sociales y los derechos
ciudadanos, todo está aún por decidir y concretar, y qué gozo más grande hacerlo
entre todos, en una gran comunidad armoniosa y bañada de luz.
Falsas
unanimidades. Manel García Biel, sindicalista, intelectual
y catalán ejerciente, se ha constituido en notario para dar fe verídica de los
pormenores de la situación actual en un artículo cuya lectura recomiendo con
fervor a todo aquel que quiera saber cuáles son las posturas reales en este
envite: Lo que la lista de Mas quiere
esconder (1).
Entonces, la
democracia no se ejerce escondiendo debajo de la estelada las divergencias
graves en la forma como se ha gobernado la nación y las perspectivas desde las
que nuestros actuales gestores se proponen seguir gobernándola. Hacer
abstracción de todas estas “minucias” para concentrarse todos en el acto
salvífico de la independencia supone pedir a la ciudadanía un acto de fe ciega.
Dar por supuesto que la gente sencilla, la buena gente, corregirá con su
instinto recto las desviaciones y los desvaríos constatados de los políticos,
que la “sociedad civil” (el término está, como tantos otros, desgastado por el
mal uso, y a fecha de hoy es solo ruido y furia que nada significa) llevará a
buen puerto la nave del flamante Estado propio a través de todas las
tempestades, es menos que ideología. Es pura fabulación.
La democracia como
arquitectura política no está basada en la confianza, sino al contrario. El
político que pretende gobernar, para vencer la desconfianza inicial de los
ciudadanos está obligado a ofrecer pruebas, garantías y compromisos fehacientes
de lo que dice y de lo que se propone hacer y cambiar. La confianza, el
respaldo popular, se gana en un proceso de debate duro, contra todas las
objeciones y todas las inercias y todos los intereses creados que conspiran en
la dirección contraria.
Por esa razón, quien
toma como punto de partida la presunción de confianza sin restricciones en la
bondad de “los nuestros” como única garantía de futuras actuaciones que no se
detallan ni se avalan ni se comprometen de ninguna manera verificable, está en
el mejor de los casos poniendo el carro delante de los bueyes; en el peor, dando
indicios claros de su intención de jugar al trampantojo y la ocultación. Manel
García Biel ha desgranado con rigor qué cosas son las que se desea ocultar en
este caso concreto.