lunes, 3 de agosto de 2015

MERCADO Y DEMOCRACIA


En un artículo reciente, la periodista Sol Gallego-Díaz proponía dos debates «de los que depende el futuro». En ambos, decía, la corriente política más comprometida es la izquierda clásica, porque a ella corresponde sobre todo encontrar soluciones operativas.
Enunciados de forma simplificada, los dos debates propuestos son: «cómo conciliar mercado y democracia, y cómo afrontar el problema de los trabajadores pobres.» Estoy de acuerdo en que se trata de dos debates cruciales, y que en ellos la izquierda clásica, ausente o ensimismada desde hace tiempo en sus laberintos, está obligada a elaborar propuestas, planes y proyectos creíbles. No estoy de acuerdo, en cambio, en la formulación que hace Gallego-Díaz de los dos temas.
Que, en mi opinión, están estrechamente interrelacionados. Son casi un único debate con extensiones laterales, y abarca todos los puntos neurálgicos que configuran el pensamiento de la izquierda: la economía, el trabajo, la democracia, el Estado.
Vamos a mis objeciones: la primera se refiere al mercado. Ni el mercado ni la economía de mercado son el problema. No hay necesidad de conciliar el mercado con la democracia, los dos han ido siempre de la mano. Fue en el seno de la talasocracia ateniense donde nació la democracia, y justamente en su momento expansivo. Fue en Inglaterra y Holanda, las dos grandes potencias comerciales de la Europa del XVII, donde se configuró esa doctrina ideal según la cual nadie es más que otro, y el común precisa de la cooperación libre de todos, nunca exenta de situaciones de conflicto. En los tres casos, fue la existencia de un mercado amplio y consolidado la que abrió los ojos de los legisladores a la idea de una cooperación presidida por la igualdad como principio social básico.
Si hablamos de economía productiva, de participación, de libertad de elección y de decisión, estamos hablando de los pilares que fundamentan tanto el mercado como la sociedad democrática. No hay necesidad de conciliarlos.
En cambio la ingeniería financiera, la búsqueda de situaciones “de hecho” de ventaja, el monopolio secretista de las decisiones, la posesión de información privilegiada, son elementos que van en contra de la esencia de la democracia. Y de la esencia del mercado además, en la medida en que el mercado significa libre concurrencia de personas físicas o jurídicas en condiciones de (relativa) igualdad.
Son las características de la economía global al uso, elevada a la categoría de dogma cuasirreligioso, las que socavan las instituciones democráticas y contornean los frenos que tratan de ponerles los Estados y las instituciones internacionales y transnacionales. Después de mantener en el caso de la deuda griega posiciones de máxima intransigencia, el ministro de Finanzas alemán Wolfgang Schäuble conoció que el Deutsche Bank, entre otros bancos del núcleo duro europeo, había exportado los capitales públicos que le habían sido cedidos por el Estado para su consolidación, a paraísos fiscales, con el fin de eludir impuestos. Todavía no se sabe cuál ha sido su reacción ante esa canallada alevosa. La prodigiosa macrocefalia bancaria del crecimiento económico mundial, y no el mercado de bienes y servicios, mucho más anclado en las necesidades o las apetencias de las personas concretas, es el problema hoy.
Y ante ese problema no cabe “conciliación”, porque todo intento de transacción implica disminución de democracia, de soberanía popular, de libertad. Porque la conciliación significaría consagrar el principio de desigualdad de los sujetos económicos, un doble revés a la democracia y al mercado. Por eso es tan odiosa y esperpéntica la negociación del TTIP: porque las corporateds reclaman de las democracias privilegios jurídicos  para hacerse aún más ricas y poderosas.
El segundo debate propuesto por Gallego-Díaz no puede afectar solo a los «trabajadores pobres», es decir a quienes no ganan lo bastante para sostener a una familia o incluso a sí mismos en soledad. Sería una visión reduccionista, y es preciso atender a toda la amplia cuestión del trabajo heterodirigido, autónomo, asalariado o dado gratis et amore. La solución no puede venir solo por la implantación de una renta básica mínima generalizada, ni por las ayudas económicas a los más desvalidos para la vivienda, los comedores sociales o las facilidades de acceso a la educación. Bien están todas esas medidas, pero afectan únicamente a la parte más dramáticamente inferior de la pirámide del trabajo.
Hay quien predica que el trabajo se acaba debido a la automatización y la informatización de los procesos productivos. No es así, hay toda una serie de tareas intermedias pero no por ello menos imprescindibles en el centro de trabajo transformado por la irrupción de las nuevas tecnologías. El hecho de que se prefiera para ellas a becari@s, precari@s, personas procedentes de las ETT y contratad@s a tiempo parcial no es una decisión conectada a las exigencias del “mercado” de trabajo sino a la pura y simple codicia de quienes están en la cúspide de la pirámide salarial, y cada vez a una mayor distancia de sus subordinados. Sería posible producir de un modo más racional, más económico y más democrático, con técnic@s, cuadros intermedios y operari@s especializad@s más implicad@s en su tarea gracias a unos conocimientos amplios de lo que están haciendo y del lugar preciso que ocupan en el proceso productivo, y con el incentivo particular de mejores salarios. Hay empresas que lo hacen así, y funciona.
Quienes sostienen la sandez de que el trabajo se acaba ignoran también la existencia de una deuda social importante y muy cuantificable en relación con otros trabajos que han sido situados, ¿por qué?, fuera del “mercado”. Trabajos tales como las tareas del hogar o el cuidado de los hijos y de las personas dependientes. Las mujeres saben mucho de esas situaciones. La renta básica universal tendría para ellas un carácter paliativo, supondría un alivio. Pero no es ese el tema de debate sino el derecho inalienable de las personas, todas las personas en una sociedad libre, a su promoción social y su autorrealización a través del trabajo.