En un artículo
reciente, la periodista Sol Gallego-Díaz proponía dos debates «de los que
depende el futuro». En ambos, decía, la corriente política más comprometida es
la izquierda clásica, porque a ella corresponde sobre todo encontrar soluciones
operativas.
Enunciados de forma
simplificada, los dos debates propuestos son: «cómo conciliar mercado y
democracia, y cómo afrontar el problema de los trabajadores pobres.» Estoy de
acuerdo en que se trata de dos debates cruciales, y que en ellos la izquierda
clásica, ausente o ensimismada desde hace tiempo en sus laberintos, está
obligada a elaborar propuestas, planes y proyectos creíbles. No estoy de
acuerdo, en cambio, en la formulación que hace Gallego-Díaz de los dos temas.
Que, en mi opinión,
están estrechamente interrelacionados. Son casi un único debate con extensiones
laterales, y abarca todos los puntos neurálgicos que configuran el pensamiento
de la izquierda: la economía, el trabajo, la democracia, el Estado.
Vamos a mis
objeciones: la primera se refiere al mercado. Ni el mercado ni la economía de
mercado son el problema. No hay necesidad de conciliar el mercado con la
democracia, los dos han ido siempre de la mano. Fue en el seno de la
talasocracia ateniense donde nació la democracia, y justamente en su momento
expansivo. Fue en Inglaterra y Holanda, las dos grandes potencias comerciales
de la Europa del XVII, donde se configuró esa doctrina ideal según la cual nadie
es más que otro, y el común precisa de la cooperación libre de todos, nunca exenta
de situaciones de conflicto. En los tres casos, fue la existencia de un mercado
amplio y consolidado la que abrió los ojos de los legisladores a la idea de una
cooperación presidida por la igualdad como principio social básico.
Si hablamos de
economía productiva, de participación, de libertad de elección y de decisión,
estamos hablando de los pilares que fundamentan tanto el mercado como la
sociedad democrática. No hay necesidad de conciliarlos.
En cambio la
ingeniería financiera, la búsqueda de situaciones “de hecho” de ventaja, el monopolio
secretista de las decisiones, la posesión de información privilegiada, son
elementos que van en contra de la esencia de la democracia. Y de la esencia del
mercado además, en la medida en que el mercado significa libre concurrencia de personas
físicas o jurídicas en condiciones de (relativa) igualdad.
Son las
características de la economía global al uso, elevada a la categoría de dogma
cuasirreligioso, las que socavan las instituciones democráticas y contornean
los frenos que tratan de ponerles los Estados y las instituciones
internacionales y transnacionales. Después de mantener en el caso de la deuda griega
posiciones de máxima intransigencia, el ministro de Finanzas alemán Wolfgang
Schäuble conoció que el Deutsche Bank, entre otros bancos del núcleo duro
europeo, había exportado los capitales públicos que le habían sido cedidos por
el Estado para su consolidación, a paraísos fiscales, con el fin de eludir
impuestos. Todavía no se sabe cuál ha sido su reacción ante esa canallada
alevosa. La prodigiosa macrocefalia bancaria del crecimiento económico mundial,
y no el mercado de bienes y servicios, mucho más anclado en las necesidades o
las apetencias de las personas concretas, es el problema hoy.
Y ante ese problema
no cabe “conciliación”, porque todo intento de transacción implica disminución
de democracia, de soberanía popular, de libertad. Porque la conciliación
significaría consagrar el principio de desigualdad de los sujetos económicos,
un doble revés a la democracia y al mercado. Por eso es tan odiosa y
esperpéntica la negociación del TTIP: porque las corporateds reclaman de las democracias privilegios jurídicos para hacerse aún más ricas y poderosas.
El segundo debate
propuesto por Gallego-Díaz no puede afectar solo a los «trabajadores pobres», es
decir a quienes no ganan lo bastante para sostener a una familia o incluso a sí
mismos en soledad. Sería una visión reduccionista, y es preciso atender a toda
la amplia cuestión del trabajo heterodirigido, autónomo, asalariado o dado gratis et amore. La solución no puede
venir solo por la implantación de una renta básica mínima generalizada, ni por
las ayudas económicas a los más desvalidos para la vivienda, los comedores
sociales o las facilidades de acceso a la educación. Bien están todas esas
medidas, pero afectan únicamente a la parte más dramáticamente inferior de la
pirámide del trabajo.
Hay quien predica
que el trabajo se acaba debido a la automatización y la informatización de los
procesos productivos. No es así, hay toda una serie de tareas intermedias pero
no por ello menos imprescindibles en el centro de trabajo transformado por la
irrupción de las nuevas tecnologías. El hecho de que se prefiera para ellas a
becari@s, precari@s, personas procedentes de las ETT y contratad@s a tiempo
parcial no es una decisión conectada a las exigencias del “mercado” de trabajo
sino a la pura y simple codicia de quienes están en la cúspide de la pirámide salarial,
y cada vez a una mayor distancia de sus subordinados. Sería posible producir de
un modo más racional, más económico y más democrático, con técnic@s, cuadros
intermedios y operari@s especializad@s más implicad@s en su tarea gracias a
unos conocimientos amplios de lo que están haciendo y del lugar preciso que
ocupan en el proceso productivo, y con el incentivo particular de mejores
salarios. Hay empresas que lo hacen así, y funciona.
Quienes sostienen la
sandez de que el trabajo se acaba ignoran también la existencia de una deuda
social importante y muy cuantificable en relación con otros trabajos que han
sido situados, ¿por qué?, fuera del “mercado”. Trabajos tales como las tareas
del hogar o el cuidado de los hijos y de las personas dependientes. Las mujeres
saben mucho de esas situaciones. La renta básica universal tendría para ellas
un carácter paliativo, supondría un alivio. Pero no es ese el tema de debate
sino el derecho inalienable de las personas, todas las personas en una sociedad
libre, a su promoción social y su autorrealización a través del trabajo.