viernes, 21 de agosto de 2015

MIS AVENTURAS CON EL DICCIONARIO


José Luis López Bulla homenajea con enjundia al diccionario a cuenta de que en su niñez le permitió hacerse una idea concreta de las graves circunstancias de la muerte de su abuelo (1). Mis propias relaciones primerizas con los diccionarios fueron más espinosas, debido a que mi madre no era partidaria de dejar tales objetos al alcance de un niño que ya entonces tenía una inclinación consumada a leer todo lo que caía en sus manos. O mejor decir: delante de sus ojos.
El problema de mi madre era que en el diccionario están todas las palabras, las buenas y las malas, las mencionables y las inmencionables. Y como las palabras son artefactos que encienden la imaginación ociosa, mejor retirar esos enormes contenedores de ideas revueltas que son los diccionarios a los ángulos oscuros de librerías cerradas con llave.
De modo que si a mí me hablaran de una mano “aleve”, supondría que se trataba de una mano ligera, de poco peso específico. Y la inscripción de la lápida que custodiaba los restos de don José López Vázquez, «muerto de forma aleve», me habría sugerido que murió de algo sin importancia; de una tontería, como quien dice.
Durante un tiempo estuve convencido de que “puta”, ese vocablo indecible, se refería a una mujer sucia (“guarra” sería un término más propio, pero eso tampoco me estaba permitido decirlo), o “zafia”, o “verdulera”, en los términos en los que se expresaba por lo común mi madre para referirse a algunas mujeres del barrio que ponían a prueba su paciencia y su tolerancia.
Pero algo más tenía que contener el término proscrito; yo lo intuía, por mil señales intangibles, pero no sabía definirlo. Inútil preguntarlo a mi padre, sabía que me contestaría repreguntándome por las notas del colegio. Recurrí a mi tío Pepe, que era soltero y más liberal con ciertas aristas de la educación, pero se negó en redondo a contestarme.
La ocasión se presentó un día con mi padre ausente, el despacho vacío y la llave de la librería en su sitio. Tomé el diccionario y busqué “puta”. La anotación era escueta: «n.f. vulg. Ramera.»
Poco era, pero daba una pista. De modo que busqué “ramera”, y ahí sí encontré una definición. La siguiente: «Mujer que hace ganancia de su cuerpo dedicada al vicio vil de la lascivia.»
Desanimado, devolví el volumen al estante. Los diccionarios, concluí, son engendros que explican las cosas de una forma imposible de entender. Solo sirven para quien sabe ya de antemano de qué va la cosa.
Opté por dejarme de remilgos y preguntar a los compañeros de la clase de ingreso. Algunos lo sabían, pero las explicaciones que me dieron me parecieron más increíbles e inverosímiles todavía que todo cuanto habría podido yo imaginar en mi infantil ingenuidad perversa.