José Luis
López Bulla homenajea con
enjundia al diccionario a cuenta de que en su niñez le permitió hacerse una
idea concreta de las graves circunstancias de la muerte de su abuelo (1). Mis propias
relaciones primerizas con los diccionarios fueron más espinosas, debido a que
mi madre no era partidaria de dejar tales objetos al alcance de un niño que ya
entonces tenía una inclinación consumada a leer todo lo que caía en sus manos.
O mejor decir: delante de sus ojos.
El problema de mi
madre era que en el diccionario están todas
las palabras, las buenas y las malas, las mencionables y las
inmencionables. Y como las palabras son artefactos que encienden la imaginación
ociosa, mejor retirar esos enormes contenedores de ideas revueltas que son los
diccionarios a los ángulos oscuros de librerías cerradas con llave.
De modo que si a mí
me hablaran de una mano “aleve”, supondría que se trataba de una mano ligera,
de poco peso específico. Y la inscripción de la lápida que custodiaba los
restos de don José López Vázquez, «muerto de
forma aleve», me habría sugerido que murió de algo sin importancia; de una
tontería, como quien dice.
Durante un tiempo
estuve convencido de que “puta”, ese vocablo indecible, se refería a una mujer
sucia (“guarra” sería un término más propio, pero eso tampoco me estaba
permitido decirlo), o “zafia”, o “verdulera”, en los términos en los que se
expresaba por lo común mi madre para referirse a algunas mujeres del barrio que
ponían a prueba su paciencia y su tolerancia.
Pero algo más tenía
que contener el término proscrito; yo lo intuía, por mil señales intangibles, pero
no sabía definirlo. Inútil preguntarlo a mi padre, sabía que me contestaría
repreguntándome por las notas del colegio. Recurrí a mi tío Pepe, que era
soltero y más liberal con ciertas aristas de la educación, pero se negó en
redondo a contestarme.
La ocasión se
presentó un día con mi padre ausente, el despacho vacío y la llave de la
librería en su sitio. Tomé el diccionario y busqué “puta”. La anotación era
escueta: «n.f. vulg. Ramera.»
Poco era, pero daba
una pista. De modo que busqué “ramera”, y ahí sí encontré una definición. La
siguiente: «Mujer que hace ganancia de su cuerpo dedicada al vicio vil de la
lascivia.»
Desanimado, devolví
el volumen al estante. Los diccionarios, concluí, son engendros que explican
las cosas de una forma imposible de entender. Solo sirven para quien sabe ya de
antemano de qué va la cosa.
Opté por dejarme de
remilgos y preguntar a los compañeros de la clase de ingreso. Algunos lo
sabían, pero las explicaciones que me dieron me parecieron más increíbles e
inverosímiles todavía que todo cuanto habría podido yo imaginar en mi infantil
ingenuidad perversa.