Una excursión de un
par de días a Perpinyà y su entorno inmediato me ha despertado reflexiones
acerca de cosas tan impalpables como la patria, el amor a la tierra y el
sentimiento de pertenencia. No he llegado a ninguna conclusión definitiva al
respecto, de modo que lo que escribo a continuación no tiene en absoluto el rigor
de un silogismo.
No hay necesidad de
rastrear huellas catalanas en Perpinyà. Toda ella, por lo menos su centro
histórico, es una ciudad catalana. Por derecho propio, diría, si en estas
cuestiones hubiese un derecho aplicable. El Castillet lo hizo levantar el duque
de Girona, luego rey Joan I de Aragón y Cataluña, como se decía entonces y
siglos después se acorta tendenciosamente. Digo tendenciosamente porque la
omisión da a entender, y algunos incluso lo argumentan, que Catalunya era
entonces una posesión más del reino de Aragón. Cualquier libro de historia serio
desmiente esa formulación. Una cosa es la sustancia histórica y otra distinta las
crónicas de las dinastías y los artificios jurídico-políticos del trazado de las fronteras.
La elegante Llotja
gótica es obra de los tiempos de Martí I l’Humà, hermano menor de Joan y
sucesor suyo en el reino, hijos ambos de Pere IV lo Cerimoniós. Algo más al
sur, y en alto, sigue en pie formidable el Palau dels Reis de Mallorques. Otros
edificios civiles y religiosos tienen el empaque inconfundible de las
construcciones catalanas de la época. A tan solo unos kilómetros al sur, en
Vilamolaca, subsiste muy reformado el gran edificio del Masdeu, que fue cabeza
de una encomienda templaria y luego hospitalaria, dirigida durante algunos años
de principios del siglo XV por Joan Desgarrigues, que sería uno de los primeros
presidentes de la primerísima Generalitat. La peripecia vital de Desgarrigues
sigue siendo ignorada – o bien ocultada – por un cierto nacionalismo de
campanario. Acabó sus días preso en Rodas por haber desviado caudales de la
orden a las arcas del rey catalanoaragonés Alfons V. El maestre del Hospital que
exigió al Trastámara la devolución de los dineros y la entrega del delincuente
para ser juzgado era también catalán, posiblemente de Guissona: fra Antoni de
Fluvià.
Estos apuntes
históricos deslavazados vienen a cuento de que en Perpinyà fuimos calurosamente
saludados por personas atraídas por las camisetas que llevaban mis
nietos: de un bonito color azul oscuro, con unos elegantes trazos en blanco que
sugieren más que dibujan una barca con una gran vela cuadrada desplegada, vista
desde la popa, y la leyenda «A tot drap. Sant Pol de Mar». Esas personas eran catalanes del
Norte; hablaban catalán, sentían en catalán. Una señora nos dijo que ella había
nacido en Senegal, por azares, y vivía en El Voló, pero que “era” de Perpinyà,
sin equívoco posible.
Pues bien, esas
varias personas, en Perpinyà y en Taltaüll (Tautavel) adonde fuimos a visitar
el Museo de la Prehistoria, establecieron con nosotros una comunicación
inmediata y afectuosa; nos hablaron de ellos y nos preguntaron por nosotros, en
catalán, nuestra lengua común. Pero ni entienden el procès, ni lo apoyan, ni consideran que sea algo que les concierne.
Ellos son el Off
Catalunya. Una nación se sale por los descosidos de las circunscripciones
administrativas. Estas, sean del nivel que sean, son algo mucho más mudable,
incierto y aleatorio.