martes, 21 de junio de 2016

BOHEMIOS DE PASO


Dedicado a José Luis López Bulla,

que nos predica el evangelio del sindicalismo

en parábolas

Aquel anochecer de noviembre de 1893 hacía un tiempo del demonio en Parapanda, la orgullosa metrópoli cuatriarcada. En el acogedor refugio del bar Raíz Cuadrada de Menos Uno se encontraba rodeado de admiradores Don Félix, es decir Félix Rubén García Sarmiento, es decir Rubén Darío para sus cientos de miles de lectores incondicionales. Venía de dar una conferencia en el salón de actos del Gran Casino, y como le había entrado sed quiso echarse al coleto algún que otro medio litro de vino de albondón. En referencia a cualquier preparado etílico crudo o destilado, Don Félix nunca tenía bastante, pero en tratándose del albondón, un caldo recién descubierto en su peregrinaje europeo, el trasiego podía llegar a ser homérico.
Recomenzó la lluvia en el exterior, impulsada por ráfagas furiosas de viento. Junto a la barra, y arrimados a la estufa metálica en la que el patrón acababa de colocar otro tuero, los parroquianos escuchaban a Don Félix ponderar los méritos respectivos de don José Zorrilla y don Gaspar Núñez de Arce, a quienes había conocido pocos días antes en Madrid. Sonó entonces la campanilla de la entrada y entró como excusándose un hombrecillo raído, calvo, de tez grisácea y barba desaliñada, con el gabán y la bufanda empapados.
No hay gente más hospitalaria que la parapandesa, de modo que de inmediato se le hizo sitio en la barra, pegado a la estufa para que entrara en calor. Iba a servirle el patrón un vasito de albondón, pero él pidió una absenta. Lo pronunció a la francesa, así: absinthe.
Era todo un desafío para Don Félix, que se apresuró a pedir otra. Ahora bien, aunque todo el mundo sabe, por lo menos en el Raíz Cuadrada de Menos Uno, que mezclar absenta con albondón es peligroso, en la ocasión callaron todos, por un respeto reverencial y mal entendido a Don Félix. El cual vació la copa de absenta de un sorbo, el vasito mediado de albondón de otro, y acto seguido se llevó la mano al oído.
– ¿Qué es lo que suena ahí fuera? – preguntó, intrigado.
Nadie supo a qué se refería, salvo el recién llegado.
– Son los lánguidos sollozos de los violines del otoño – aclaró, con aire de no haber roto nunca un plato –. Y puntualizó en franchute: – Les sanglots longs des violons de l’automne.
Don Félix se inmovilizó al instante, como herido por el rayo.
– Tu nombre – exigió.
– Pol Verlén, pero puedes llamarme Pablo – dijo abrumado el forastero, medio en susurros, y Don Félix entró en éxtasis.
– ¡Padre y maestro mágico, liróforo celeste!
– No, no – hacía blandos gestos de rechazo el vagabundo.
Y fue en ese momento cuando la mezcla letal de la absenta amarga con el albondón afrutado jugó una mala pasada definitiva al vate nicaragüense.
– ¡Que púberes canéforas te ofrenden el acanto! – recitó, exuberante.
El esmirriado bohemio se alzó con toda la dignidad que le permitía su trotada humanidad y apostrofó iracundo a su interlocutor.
– ¡Eso no me lo dice usted en la calle, caballero!
El patrón puso paz y llamó a la concordia general ofreciendo otra ronda de lo mismo por cuenta de la casa. Se calmaron los ánimos y la sangre de los poetas no llegó al río Genil.