Dedicado a José Luis López
Bulla,
que nos predica el evangelio
del sindicalismo
en parábolas
Aquel anochecer de
noviembre de 1893 hacía un tiempo del demonio en Parapanda, la orgullosa
metrópoli cuatriarcada. En el acogedor refugio del bar Raíz Cuadrada de Menos
Uno se encontraba rodeado de admiradores Don Félix, es decir Félix Rubén García
Sarmiento, es decir Rubén Darío para sus cientos de miles de lectores
incondicionales. Venía de dar una conferencia en el salón de actos del Gran
Casino, y como le había entrado sed quiso echarse al coleto algún que otro
medio litro de vino de albondón. En referencia a cualquier preparado etílico
crudo o destilado, Don Félix nunca tenía bastante, pero en tratándose del albondón,
un caldo recién descubierto en su peregrinaje europeo, el trasiego podía llegar
a ser homérico.
Recomenzó la lluvia
en el exterior, impulsada por ráfagas furiosas de viento. Junto a la barra, y arrimados
a la estufa metálica en la que el patrón acababa de colocar otro tuero, los parroquianos
escuchaban a Don Félix ponderar los méritos respectivos de don José Zorrilla y
don Gaspar Núñez de Arce, a quienes había conocido pocos días antes en Madrid.
Sonó entonces la campanilla de la entrada y entró como excusándose un
hombrecillo raído, calvo, de tez grisácea y barba desaliñada, con el gabán y la bufanda empapados.
No hay gente más
hospitalaria que la parapandesa, de modo que de inmediato se le hizo sitio en
la barra, pegado a la estufa para que entrara en calor. Iba a servirle el
patrón un vasito de albondón, pero él pidió una absenta. Lo pronunció a la
francesa, así: absinthe.
Era todo un desafío
para Don Félix, que se apresuró a pedir otra. Ahora bien, aunque todo el mundo
sabe, por lo menos en el Raíz Cuadrada de Menos Uno, que mezclar absenta con albondón
es peligroso, en la ocasión callaron todos, por un respeto reverencial y mal
entendido a Don Félix. El cual vació la copa de absenta de un sorbo, el vasito
mediado de albondón de otro, y acto seguido se llevó la mano al oído.
– ¿Qué es lo que
suena ahí fuera? – preguntó, intrigado.
Nadie supo a qué se
refería, salvo el recién llegado.
– Son los lánguidos
sollozos de los violines del otoño – aclaró, con aire de no haber roto nunca un
plato –. Y puntualizó en franchute: – Les
sanglots longs des violons de l’automne.
Don Félix se
inmovilizó al instante, como herido por el rayo.
– Tu nombre – exigió.
– Pol Verlén, pero
puedes llamarme Pablo – dijo abrumado el forastero, medio en susurros, y Don
Félix entró en éxtasis.
– ¡Padre y maestro
mágico, liróforo celeste!
– No, no – hacía blandos gestos de rechazo
el vagabundo.
Y fue en ese
momento cuando la mezcla letal de la absenta amarga con el albondón afrutado
jugó una mala pasada definitiva al vate nicaragüense.
– ¡Que púberes
canéforas te ofrenden el acanto! – recitó, exuberante.
El esmirriado bohemio
se alzó con toda la dignidad que le permitía su trotada humanidad y apostrofó iracundo
a su interlocutor.
– ¡Eso no me lo
dice usted en la calle, caballero!
El patrón puso paz
y llamó a la concordia general ofreciendo otra ronda de lo mismo por cuenta de
la casa. Se calmaron los ánimos y la sangre de los poetas no llegó al río
Genil.