lunes, 20 de junio de 2016

SOFTLAW


¿Democracia o mercados?, es la pregunta que dejan flotando Adoración Guamán y Lola Sánchez en su excelente comentario a la laboriosa gestación de los diferentes TTIP, mientras las comisiones de trabajo de los organismos supranacionales y los lobistas de todos los rincones del mundo trabajan contra reloj para desatascarlos delante de unos gobiernos parcialmente escépticos o solo convencidos a medias. (Pueden ver ustedes el artículo al que me refiero en http://pasosalaizquierda.com/)
La respuesta de los poderes financieros globales es cristalina: mientras ambas instituciones sean compatibles, no habrá problema para la supervivencia de las democracias, ese invento sobrevalorado que tanto éxito de público y crítica ha cosechado a lo largo de un par de siglos. Ahora bien, en la medida en que se dé una incompatibilidad, las democracias habrán de dar el consabido paso a un lado.
El procedimiento idóneo (hay otros más desagradables, en curso en el llamado tercer mundo y sus aledaños) para compatibilizar democracia y mercados es la correcta división de funciones entre ambos. Panem et circenses, según la vieja formulación romana. La democracia debe limitarse a los juegos circenses, es decir al festejo ritual de la elección de las elites periódicamente turnantes, festejo concebido como una gran competición deportiva en la que el ganador se lleva todo y el derrotado espera con impaciencia la revancha en la siguiente ronda. De las cosas de comer, es decir de la economía, se ocupan en cambio los mercados, a través de un peculiar método de gobernanza infalible mediante algoritmos, en el que jamás deben inmiscuirse los humanos, siempre dados a meter la pata.
Las legislaciones son el obstáculo principal para el funcionamiento de ese esquema. Las legislaciones tienen el defecto de perdurar, y suelen ser insufriblemente rígidas (con cuántos suspiros se refieren los/las jerarcas transnacionales a las “rigideces” que impiden el libre flujo de los capitales). Dura lex, sed lex, dejaron también escrito en bronces los romanos. La ley es dura. Pero la gobernanza financiera ha encontrado el remedio a tanta dureza en la softlaw, la ley blanda que permite sortear los escollos más formidables que impiden el paso de las empresas realmente grandes al mar abierto del esquilmo del beneficio allá donde lo encuentran.
El instrumento favorito de la “ley blanda” es el tratado comercial multinacional. Por el tratado, vinculante para los gobiernos firmantes pero no para las empresas, que no lo firman, las partes se comprometen a permitir, en determinadas circunstancias bien especificadas, aquello que las duras leyes nacionales no permiten. Se abre la vía a la excepción, ¿qué mal hay en eso?, y constatada la excepción, a falta de una denuncia formal, la anomalía jurídica encontrará el nicho adecuado en el que medrar.
En el peor de los casos, las denuncias relacionadas con los tratados serían examinadas, no desde la soberanía de las naciones implicadas, sino a través de un tribunal de expertos, también “blando” (sin las garantías que presiden en los países civilizados la formación de un tribunal), que dará o quitará la razón a las partes según unos preceptos que serán a su vez válidos solo entre las partes. La dura lex se ablandará al privatizarla, y se transformará en una convención cuyo quebrantamiento solo podrá alegarse entre los socios del club.
La softlaw no contempla, en cambio, la posibilidad de denuncia por parte de terceros perjudicados. El principio general que rige el derecho privatizado pasa a ser, entonces, la desigualdad de las personas ante la ley.
Desregulación, desigualdad, privatización de las normas. En este panorama, los estados ceden una porción crucial de su soberanía “voluntariamente” (¿pero cómo se puede apreciar y significar la “voluntad” en una superestructura compleja que no posee una personalidad jurídica? Si las leyes de la nación han reconocido al estado unas atribuciones supremas, ¿puede el estado renunciar a aquello para lo que ha sido expresamente mandatado?) De este modo la democracia, en tanto que sustancia del sistema de gobierno de la sociedad, queda relegada a un papel marginal en la toma de decisiones, y a un contenido residual en relación con el imperio silencioso establecido por la gobernanza “científica” e inobjetable de los mercados.