¿Democracia o
mercados?, es la pregunta que dejan flotando Adoración Guamán y Lola Sánchez en
su excelente comentario a la laboriosa gestación de los diferentes TTIP, mientras
las comisiones de trabajo de los organismos supranacionales y los lobistas de
todos los rincones del mundo trabajan contra reloj para desatascarlos delante
de unos gobiernos parcialmente escépticos o solo convencidos a medias. (Pueden
ver ustedes el artículo al que me refiero en http://pasosalaizquierda.com/)
La respuesta de los
poderes financieros globales es cristalina: mientras ambas instituciones sean
compatibles, no habrá problema para la supervivencia de las democracias, ese
invento sobrevalorado que tanto éxito de público y crítica ha cosechado a lo
largo de un par de siglos. Ahora bien, en la medida en que se dé una
incompatibilidad, las democracias habrán de dar el consabido paso a un lado.
El procedimiento
idóneo (hay otros más desagradables, en curso en el llamado tercer mundo y sus
aledaños) para compatibilizar democracia y mercados es la correcta división de
funciones entre ambos. Panem et
circenses, según la vieja formulación romana. La democracia debe limitarse a
los juegos circenses, es decir al festejo ritual de la elección de las elites periódicamente
turnantes, festejo concebido como una gran competición deportiva en la que el
ganador se lleva todo y el derrotado espera con impaciencia la revancha en la
siguiente ronda. De las cosas de comer, es decir de la economía, se ocupan en
cambio los mercados, a través de un peculiar método de gobernanza infalible mediante
algoritmos, en el que jamás deben inmiscuirse los humanos, siempre dados a
meter la pata.
Las legislaciones
son el obstáculo principal para el funcionamiento de ese esquema. Las
legislaciones tienen el defecto de perdurar, y suelen ser insufriblemente
rígidas (con cuántos suspiros se refieren los/las jerarcas transnacionales a
las “rigideces” que impiden el libre flujo de los capitales). Dura lex, sed lex, dejaron también escrito
en bronces los romanos. La ley es dura. Pero la gobernanza financiera ha
encontrado el remedio a tanta dureza en la softlaw,
la ley blanda que permite sortear los escollos más formidables que impiden
el paso de las empresas realmente grandes al mar abierto del esquilmo del
beneficio allá donde lo encuentran.
El instrumento favorito
de la “ley blanda” es el tratado comercial multinacional. Por el tratado,
vinculante para los gobiernos firmantes pero no para las empresas, que no lo
firman, las partes se comprometen a permitir, en determinadas circunstancias
bien especificadas, aquello que las duras leyes nacionales no permiten. Se abre
la vía a la excepción, ¿qué mal hay en eso?, y constatada la excepción, a falta
de una denuncia formal, la anomalía jurídica encontrará el nicho adecuado en el
que medrar.
En el peor de los
casos, las denuncias relacionadas con los tratados serían examinadas, no desde
la soberanía de las naciones implicadas, sino a través de un tribunal de
expertos, también “blando” (sin las garantías que presiden en los países
civilizados la formación de un tribunal), que dará o quitará la razón a las
partes según unos preceptos que serán a su vez válidos solo entre las partes.
La dura lex se ablandará al privatizarla,
y se transformará en una convención cuyo quebrantamiento solo podrá alegarse
entre los socios del club.
La softlaw no contempla, en cambio, la
posibilidad de denuncia por parte de terceros perjudicados. El principio
general que rige el derecho privatizado pasa a ser, entonces, la desigualdad de
las personas ante la ley.
Desregulación,
desigualdad, privatización de las normas. En este panorama, los estados ceden una
porción crucial de su soberanía “voluntariamente” (¿pero cómo se puede apreciar
y significar la “voluntad” en una superestructura compleja que no posee una
personalidad jurídica? Si las leyes de la nación han reconocido al estado unas
atribuciones supremas, ¿puede el estado renunciar a aquello para lo que ha sido
expresamente mandatado?) De este modo la democracia, en tanto que sustancia del
sistema de gobierno de la sociedad, queda relegada a un papel marginal en la
toma de decisiones, y a un contenido residual en relación con el imperio
silencioso establecido por la gobernanza “científica” e inobjetable de los
mercados.