jueves, 23 de junio de 2016

TÓTEM Y TABÚ


– No pienso darle ese gusto al independentismo – ha contestado el señor ministro del Interior requerido para que dimitiese, a pesar de que lo tenía fácil porque a duras penas le quedan dos telediarios en el cargo.
No es cuestión para Fernández de un gesto fácil para amansar a los leones populistas. No hay gesto que valga para él, porque por encima están los principios. Acostumbramos a creer que un ministro del Interior no tiene principios, y estamos en un error. Ocurre que esos principios que sustenta a rajatabla y a machamartillo no tienen nada que ver con la racionalidad moderna predicada por Descartes o por D’Alembert, sino con las pulsiones telúricas relacionadas con los recovecos más ocultos de su ADN. A saber (agárrense fuerte): con la fratría tribal de una España totémica, y con el tabú sagrado de la unidad por pebrotes.
Freud tenía razón, no es la delgada capa de la conciencia lo que prevalece en nosotros en las grandes decisiones, sino el peso del inconsciente profundo. Fernández es una víctima. No una víctima de una conspiración nebulosa urdida por el separatismo, la masonería y el populismo bolivariano, sino una víctima de sus propias pulsiones desviadas, del polimorfismo perverso del placer que porfía por prevalecer más allá de la represión. Fernández es un ejemplo reciente de la misma vieja historia que nos contaba el sagaz médico vienés en el anterior fin de siglo. Representa la llamada atávica de alerta del sacerdote del clan primigenio. Nos acusa de ser culpables colectivos de la muerte del padre (en la cama, entubado), y pretende disciplinarnos mediante una dosis extra de represión severa y a través del tabú riguroso de cualquier línea roja derivada del principio del placer, y su sustitución universal por tánatos, el instinto de muerte.
Si las cosas están en efecto tal como yo las veo, tenemos un problema.