– No pienso darle
ese gusto al independentismo – ha contestado el señor ministro del Interior
requerido para que dimitiese, a pesar de que lo tenía fácil porque a duras
penas le quedan dos telediarios en el cargo.
No es cuestión para
Fernández de un gesto fácil para amansar a los leones populistas. No hay gesto
que valga para él, porque por encima están los principios. Acostumbramos a
creer que un ministro del Interior no tiene principios, y estamos en un error.
Ocurre que esos principios que sustenta a rajatabla y a machamartillo no tienen
nada que ver con la racionalidad moderna predicada por Descartes o por D’Alembert,
sino con las pulsiones telúricas relacionadas con los recovecos más ocultos de su
ADN. A saber (agárrense fuerte): con la fratría tribal de una España totémica,
y con el tabú sagrado de la unidad por pebrotes.
Freud tenía razón,
no es la delgada capa de la conciencia lo que prevalece en nosotros en las
grandes decisiones, sino el peso del inconsciente profundo. Fernández es una
víctima. No una víctima de una conspiración nebulosa urdida por el separatismo,
la masonería y el populismo bolivariano, sino una víctima de sus propias pulsiones
desviadas, del polimorfismo perverso del placer que porfía por prevalecer más
allá de la represión. Fernández es un ejemplo reciente de la misma vieja
historia que nos contaba el sagaz médico vienés en el anterior fin de siglo. Representa
la llamada atávica de alerta del sacerdote del clan primigenio. Nos acusa de
ser culpables colectivos de la muerte del padre (en la cama, entubado), y pretende
disciplinarnos mediante una dosis extra de represión severa y a través del tabú
riguroso de cualquier línea roja derivada del principio del placer, y su
sustitución universal por tánatos, el instinto de muerte.
Si las cosas están
en efecto tal como yo las veo, tenemos un problema.