jueves, 16 de junio de 2016

OTRO PREMIO PARA RICHARD FORD


Hay premios literarios que sirven para dar a conocer a autores interesantes y aún ignorados por el gran público, y otros que se ocupan de engrosar año tras año su propio prestigio mediante la acumulación de celebridades en la nómina. El Princesa (antes Príncipe) de Asturias es un premio de este segundo tipo. Sus ojeadores tienen buen gusto, de modo que la lista de galardonados ofrece lo más selecto de cada casa. Ahora le llega el turno a Richard Ford, y es posible que, como en algún caso anterior, el comité Nobel, mucho más torpe a la hora de premiar, tome buena nota del apunte que le ofrecen por lo bajini, y en breve tiempo (no conviene dejarlo para muy luego, el escritor tiene 72 años, los mismos que yo) veamos a un Ford nobelizado.
Estos reconocimientos públicos a un escritor, con frecuencia tienen el aire de un malentendido desastroso. Quiero decir que tiende a considerarse meritoria en la obra literaria la indagación detallada de conductas propuestas como contraejemplos de lo deseable para la ciudadanía y el público en general. Desde Don Quijote y Madame Bovary, lo que nos cuentan los personajes de la gran literatura es el desfase insalvable entre la vida real y el modelo social de conducta considerado aceptable. Un buen escritor es, a fin de cuentas, un outsider, y la jet de los parnasos literarios debería aborrecer cordialmente a los outsiders. Entonces, inevitablemente, en el momento de explicar los motivos del premio, se produce un cierto embarazo que solo es posible resolver con estereotipos tales como la universalidad de aquello que precisamente se nos presenta como una puesta en cuestión de la norma universal. Se nos dice, por ejemplo, que el autor “ha plasmado en su obra la trágica condición humana en una época de crisis de valores”.
Yo entré en la lectura de Ford a través de “Independence Day”. La obra me pareció fascinante, y Frank Bascombe, decididamente antipático. Luego he leído prácticamente todo lo que ha escrito Ford, sobre Bascombe o sobre otras personas; unas veces en castellano, otras en inglés. No he variado sustancialmente mi primera opinión.
Bascombe es, como el Bloom de Joyce, una especie de Ulises moderno, con su astucia pero sin la grandeza heroica del arquetipo. Ha fracasado repetidamente como marido, como padre, como escritor, como amigo, como profesional. No acepta, sin embargo, esos fracasos, ni se plantea propósitos de enmienda. Lo que hace, en cambio, es forjar coartadas morales, explicaciones plausibles, excusas rebosantes de dignidad, para cada uno de esos fracasos. Es progresista, vota demócrata y siente un aborrecimiento furioso (aunque lo disimula cuando conviene) por George W. Bush. Pero sobre todo es un hombre hábil, que alardea de don de gentes y de saber manejarse en cuestiones delicadas. De hecho, es un experto en rehuir cualquier compromiso que exceda la porción mínima que él considera aceptable, y cualquier conflicto situado fuera de su propia esfera de intereses. Tropieza, claro está, con dramas a lo largo de sus historias, pero los encierra entre paréntesis y procura pasar de puntillas al otro lado. A veces, su autoestima sufre quiebras desastrosas. Por ejemplo, en “El día de la independencia” su hijo (su Telémaco), al que lleva a visitar el Salón de la Fama del béisbol con la intención de ofrecerle una lección moral y explicarle de paso algunos trucos recomendables para afrontar la vida, recibe en la cara, sin el menor gesto para protegerse, el golpe de una pelota lanzada con la máxima potencia desde un dispositivo automático. Es una forma traumática de decir “No” a las técnicas de persuasión de su padre. Al final de “The lay of the land”, los buenos oficios de Bascombe como componedor de diversas causas le valen recibir un disparo en el pecho. Son gajes del oficio, imponderables que no disminuyen su fe en la astucia refinada como norma en el trato con el prójimo. En “Francamente, Frank” vuelve imperturbable a la escena de sus actividades profesionales, pero el huracán Sandy ha destruido las casas que él consideraba sus mejores éxitos como vendedor de fincas. Su “obra” ha quedado tan arrasada como su propia vida.
Frank Bascombe es, en efecto, un espécimen representativo de la condición humana en una época de crisis de valores. El autor le sigue paso a paso, lo deja hablar en primera persona, apenas subraya con una inflexión imperceptible su cortedad de miras, sus pequeños ridículos, su acentuado solipsismo. Un personaje patético, armado con un kit estrictamente personal de supervivencia frente al leviatán de un mundo insolidario cuyas embestidas perseverantes trata en vano de soslayar.
Ford utiliza un estilo de frases demoradas, puntillistas, muy sobrias y precisas en la adjetivación, cuya continuidad crea un ritmo de fondo armonioso y casi musical, perceptible sobre todo en el original inglés, aunque las traducciones, en las ediciones españolas de Anagrama, son por lo general magníficas. Cuando su prosa no alcanza la excelencia, la descripción del vacío existencial en una sociedad sin valores se hace monótona. Recuerdo al respecto el tedio prolongado de las historias de “De mujeres con hombres” y “Pecados sin cuento”. También es el caso de “Francamente Frank”, en mi opinión. En cuanto a “Canadá”, es un admirable ejercicio de composición y de estructuración, pero una historia en buena parte fallida. Los mejores momentos de Ford, los más desgarradores, los he encontrado en la descripción del rechazo espantado del mundo que los mayores consideran normal, por parte de niños o adolescentes sensibles. Así ocurre en “El día de la independencia”, en algunas partes de “Canadá” y en “Wildlife”, que en castellano lleva el título, muy apropiado, de “Incendios”.