Hay premios
literarios que sirven para dar a conocer a autores interesantes y aún ignorados
por el gran público, y otros que se ocupan de engrosar año tras año su propio prestigio
mediante la acumulación de celebridades en la nómina. El Princesa (antes
Príncipe) de Asturias es un premio de este segundo tipo. Sus ojeadores tienen
buen gusto, de modo que la lista de galardonados ofrece lo más selecto de cada
casa. Ahora le llega el turno a Richard Ford, y es posible que, como en algún
caso anterior, el comité Nobel, mucho más torpe a la hora de premiar, tome
buena nota del apunte que le ofrecen por lo bajini, y en breve tiempo (no
conviene dejarlo para muy luego, el escritor tiene 72 años, los mismos que yo)
veamos a un Ford nobelizado.
Estos
reconocimientos públicos a un escritor, con frecuencia tienen el aire de un
malentendido desastroso. Quiero decir que tiende a considerarse meritoria en la
obra literaria la indagación detallada de conductas propuestas como contraejemplos
de lo deseable para la ciudadanía y el público en general. Desde Don Quijote y
Madame Bovary, lo que nos cuentan los personajes de la gran literatura es el desfase insalvable
entre la vida real y el modelo social de conducta considerado aceptable. Un buen escritor
es, a fin de cuentas, un outsider, y
la jet de los parnasos literarios debería
aborrecer cordialmente a los outsiders. Entonces,
inevitablemente, en el momento de explicar los motivos del premio, se produce
un cierto embarazo que solo es posible resolver con estereotipos tales como la universalidad
de aquello que precisamente se nos presenta como una puesta en cuestión de la
norma universal. Se nos dice, por ejemplo, que el autor “ha plasmado en su obra
la trágica condición humana en una época de crisis de valores”.
Yo entré en la
lectura de Ford a través de “Independence Day”. La obra me pareció fascinante, y
Frank Bascombe, decididamente antipático. Luego he leído prácticamente todo lo
que ha escrito Ford, sobre Bascombe o sobre otras personas; unas veces en
castellano, otras en inglés. No he variado sustancialmente mi primera opinión.
Bascombe es, como
el Bloom de Joyce, una especie de Ulises moderno, con su astucia pero sin la
grandeza heroica del arquetipo. Ha fracasado repetidamente como marido, como
padre, como escritor, como amigo, como profesional. No acepta, sin embargo,
esos fracasos, ni se plantea propósitos de enmienda. Lo que hace, en cambio, es
forjar coartadas morales, explicaciones plausibles, excusas rebosantes de
dignidad, para cada uno de esos fracasos. Es progresista, vota demócrata y
siente un aborrecimiento furioso (aunque lo disimula cuando conviene) por
George W. Bush. Pero sobre todo es un hombre hábil, que alardea de don de
gentes y de saber manejarse en cuestiones delicadas. De hecho, es un experto en
rehuir cualquier compromiso que exceda la porción mínima que él considera
aceptable, y cualquier conflicto situado fuera de su propia esfera de intereses.
Tropieza, claro está, con dramas a lo largo de sus historias, pero los encierra
entre paréntesis y procura pasar de puntillas al otro lado. A veces, su
autoestima sufre quiebras desastrosas. Por ejemplo, en “El día de la
independencia” su hijo (su Telémaco), al que lleva a visitar el Salón de la
Fama del béisbol con la intención de ofrecerle una lección moral y explicarle de
paso algunos trucos recomendables para afrontar la vida, recibe en la cara, sin
el menor gesto para protegerse, el golpe de una pelota lanzada con la máxima
potencia desde un dispositivo automático. Es una forma traumática de decir “No”
a las técnicas de persuasión de su padre. Al final de “The lay of the land”, los
buenos oficios de Bascombe como componedor de diversas causas le valen recibir
un disparo en el pecho. Son gajes del oficio, imponderables que no disminuyen
su fe en la astucia refinada como norma en el trato con el prójimo. En “Francamente,
Frank” vuelve imperturbable a la escena de sus actividades profesionales, pero
el huracán Sandy ha destruido las casas que él consideraba sus mejores éxitos como
vendedor de fincas. Su “obra” ha quedado tan arrasada como su propia vida.
Frank Bascombe es,
en efecto, un espécimen representativo de la condición humana en una época de
crisis de valores. El autor le sigue paso a paso, lo deja hablar en primera
persona, apenas subraya con una inflexión imperceptible su cortedad de miras,
sus pequeños ridículos, su acentuado solipsismo. Un personaje patético, armado con
un kit estrictamente personal de
supervivencia frente al leviatán de un mundo insolidario cuyas embestidas perseverantes
trata en vano de soslayar.
Ford utiliza un
estilo de frases demoradas, puntillistas, muy sobrias y precisas en la
adjetivación, cuya continuidad crea un ritmo de fondo armonioso y casi musical,
perceptible sobre todo en el original inglés, aunque las traducciones, en las
ediciones españolas de Anagrama, son por lo general magníficas. Cuando su prosa
no alcanza la excelencia, la descripción del vacío existencial en una sociedad
sin valores se hace monótona. Recuerdo al respecto el tedio prolongado de las
historias de “De mujeres con hombres” y “Pecados sin cuento”. También es el
caso de “Francamente Frank”, en mi opinión. En cuanto a “Canadá”, es un
admirable ejercicio de composición y de estructuración, pero una historia en
buena parte fallida. Los mejores momentos de Ford, los más desgarradores, los
he encontrado en la descripción del rechazo espantado del mundo que los mayores
consideran normal, por parte de niños o adolescentes sensibles. Así ocurre en “El
día de la independencia”, en algunas partes de “Canadá” y en “Wildlife”, que en
castellano lleva el título, muy apropiado, de “Incendios”.