Víctor Lapuente
Giné, un experto internacional en calidad de gobierno, dice, en una Tribuna de
elpais (1) que no deben ustedes perderse: «En
un Estado moderno, la corrupción no es un pecado individual, sino grupal.»
Volvemos, con dos siglos y medio de retraso, a la constatación de Condorcet
sobre el despotismo. No existe un déspota en lo más alto, y abajo una sociedad
que lo sufre; lo que existe en la realidad es una sutil transformación de las
relaciones sociales que posibilita y acomoda el medio ambiente, el “hábitat”
biológico, que el déspota – o el corruptor en nuestra sociedad moderna –
necesita para medrar.
Lapuente advierte acerca
de la gran jerarquización existente en nuestras administraciones, y del poder
omnímodo de los jerarcas sobre sus subordinados. Un funcionario no puede decir “no”
a la simple sugerencia de su superior sin ver comprometidas de golpe todas sus
expectativas de futuro. Se produce entonces en el ánimo, no tanto individual
del funcionario en cuestión como global de toda la burocracia entendida como
maquinaria de la administración, lo que Richard Sennett ha llamado la “corrosión
del carácter”. Y algo que fue pensado inicialmente como una garantía para los
gobernados – un cuerpo funcionarial independiente capaz de asegurar la continuidad
de los compromisos del Estado social más allá de los vaivenes de la política
partidaria – pasa sutilmente a operar como un instrumento de extracción de rentas en
beneficio de las clases que ostentan el poder.
No es la
Administración el escenario único o privilegiado de esta dislocación de las
relaciones sociales. Todo empezó, como advirtieron en su día Bruno Trentin y el
propio Sennett, en el terreno de la prestación laboral. La superación del
taylorismo, que preconizaba un modelo de trabajo abstracto, sin cualidades, ha
conducido a una situación en la que el ahorro de esfuerzo humano propiciado por
las nuevas tecnologías permite al empleador elegir, a su entero gusto y a bajo
precio dada la oferta ilimitada de fuerza de trabajo de que dispone, el modelo
grupal sobre el que basar su búsqueda privada del beneficio más alto, de
preferencia a corto e incluso cortísimo plazo.
Y en ese nuevo modelo
o paradigma, el trabajo técnico no está sometido a una lógica interna a sí
mismo y guiada por criterios objetivos de eficiencia, sino a una lógica perversa
y externa: el mayor beneficio para un pequeño grupo ha sustituido a la mayor
utilidad para una gran mayoría.
De modo que el
empleado es obligado en primer lugar, no a comportarse de una forma activa y
competitiva, sino de una forma reactiva y condicionada, y a utilizar sus
saberes con la única mira de complacer las expectativas de su empleador. El
cual posee sobre su asalariado un poder más omnímodo incluso que el del jefe de
negociado sobre el burócrata asignado a su oficina.
Alain Supiot, en su
reciente libro La gouvernance par les
nombres (Fayard 2015), ha denominado la situación resultante como la
deriva, desde un trabajo “realmente humano”, a unos vínculos de vasallaje (allégeance) establecidos en una
sociedad ficticiamente igualitaria, en beneficio de quienes detentan todas las
palancas y todos los recursos del poder económico.
Llamémoslo
corrosión o corrupción. Solo los valores genuinos de la democracia, es decir la
libertad, la igualdad y el valor cívico del trabajo útil, podrán resanar unas
relaciones sociales contaminadas hasta el tuétano por los intereses inconfesables
de quienes nos llaman una y otra vez a la sumisión con la salmodia de que no
hay alternativa.