Los medios informan
de que los británicos han reunido ya dos millones de firmas para solicitar la
repetición del referéndum sobre la Unión. Apenas han pasado dos días desde que
se celebró. O bien quienes firman habían votado No a Europa y han cambiado de
opinión, o votaron Sí y sueñan en una revancha imposible. En uno y otro caso lo
que se sobreentiende es una concepción “leve” del mecanismo referendario, como
si se tratara de un juego de ordenador, en el que basta clicar el botón “deshacer”
para recomenzar la partida desde cero.
Cuando se reclama
con tanto ímpetu el derecho a decidir, se debe aceptar también el peso que
tiene una decisión. La democracia no es el patio del recreo. Quizás el problema
es que nuestras mentalidades se han acostumbrado a un contexto “digital” de
decisiones y rectificaciones instantáneas en tiempo real, en tanto que nuestro
voto sigue siendo “analógico” y opera en una realidad dura, no moldeable y transformable
a voluntad. Una cuestión sobre la que meditar hoy, domingo de elecciones, para
no ejercer nuestro derecho inalienable a decidir movidos por un rapto de humor
o por los fantasmas de una inquietud premonitoria disipable en pocas horas.
Hubo un tiempo en
el que todos los parámetros de la realidad estaban nítidamente expuestos a nuestra
consideración: había un Este y un Oeste en guerra fría, lo que alimentaba una
tensión continua y una escalada de armamentos según las doctrinas de la deterrence. La deterrence se extendía en las democracias occidentales como la
nuestra, desde los principios geoestratégicos y a través de distintas
mediaciones, de un lado sobre los trabajadores, conscientes de que no podían
llevar demasiado lejos sus reivindicaciones; pero también, de otro lado, sobre
los patronos, sabedores de que la negociación era un protocolo obligado que era
necesario considerar y mantener para que el nivel de vida del asalariado en un
sistema capitalista “con rostro humano” siguiera siendo superior al del
asalariado de un postcapitalismo real. El juego de los equilibrios tenía lugar
sin red, pivotando a partir del número de cabezas atómicas que guardaban en sus
silos la parte y la contraparte contratantes. Todos éramos conscientes de lo
que nos jugábamos en cada envite.
Aquel mundo
dominado por el miedo a la bomba se ha desvanecido, pero la distensión, el
desarme, la globalización, la desregulación, el crecimiento exponencial de las
desigualdades y el rápido desmontaje del frágil paraguas del bienestar que nos
cobijaba, han activado mecanismos inesperados de desorden y de incoherencia en
la conducta de la ciudadanía de las sociedades avanzadas. A la "gravedad" con la que se examinaba cada nueva cuestión, cada nueva crisis, en un mundo abocado a una catástrofe nuclear si cualquiera de las líneas rojas era ignorada, ha sucedido una época de levedad insoportable. No estamos en el fin
de la historia, sino en la marcha acelerada hacia un nuevo desorden mundial.