lunes, 13 de junio de 2016

VALORES DEPORTIVOS


Si son ustedes de los convencidos de que el fútbol, y el deporte en general, promueven el respeto hacia las etnias y las culturas diferentes, y crean lazos de amistad duraderos entre las naciones, ya habrán ido comprobando por el transcurso de la Eurocopa y la Copa América de fútbol a qué precio está el percal. El barón de Coubertin era un iluso, un hombre que soñaba tortillas según una expresión catalana no traducible con exactitud pero de fácil comprensión.
Son cada vez más los “hinchas” que acuden en peregrinación a los templos de la religión moderna con la intención de ponerse ciegos de alcohol de garrafa y liarse a hostias con quienes exhiban banderas de colores distintos a los suyos. El resultado deportivo es importante para ellos, pero no tanto; una derrota justifica el desahogo físico, a trompazos, de la mala leche acumulada durante trienios de apalancamiento en las barras de los bares, y el éxtasis de una victoria de domingo suele tener como anticlímax el reconcomio de muchos lunes al sol.
El fútbol es, por otra parte, un deporte viril, fabricado a base de potentes descargas de adrenalina y de testosterona. Pueden jugarlo mujeres, y de hecho lo juegan, incluso muy bien, pero no es lo mismo. Las reglas básicas son iguales, pero con las chicas no suena de la misma manera el “a por ellos oé”, el “ganar sí o sí”, la épica y la agonística, el “a muerte”, y (argumento definitivo) faltan esas señoritas más o menos despampanantes que rodean a los cracks en los instagrames, con exhibición vestimentaria y gestual más o menos indiscreta según los casos (al parecer, De Gea y Muniain han llegado un trecho más allá de lo habitual por ese camino). En otros deportes hay atletas que tímidamente empiezan a salir del armario y reconocen preferencias sexuales que harían tronar anatemas a monseñor Cañizares. En el fútbol, el tabú sigue campando con toda rigidez: el tutifruti dañaría la capacidad de transferencia de sus instintos primarios por parte de los machos depredadores que constituyen la mayor parte de la parroquia del espectáculo.
En la Grecia clásica, se interrumpían las guerras para acudir todos juntos a los juegos de Olimpia. Las actitudes genéricas no eran seguramente más amables que las actuales, y desde luego los competidores eran solo varones, pero las normas sociales de convivencia estaban interiorizadas con mucho mayor rigor: a ningún grupo de tebanos irascibles se le habría ocurrido liarse a trompadas con los mesenios delante del templo de Zeus.
También entonces había trampas para alterar los resultados deportivos: quedan como testimonio, a la entrada del estadio olímpico genuino, las peanas sobre las que fueron erigidas las estatuas de los zanes. En ellas se colocaban carteles muy visibles con los nombres de los tramposos y el motivo de su descalificación. Un recordatorio útil para los que entraban a competir.
Los espectadores se agrupaban para ver las competiciones en las laderas del monte Cronos. No había taquillas, ni asientos numerados, ni barreras o alambradas que cerraran el paso entre los espectadores y el terreno de juego, y mucho menos entre unos y otros grupos de espectadores “radicales”. No hacían falta.
A veces el progreso avanza hacia atrás.