Si son ustedes de
los convencidos de que el fútbol, y el deporte en general, promueven el respeto
hacia las etnias y las culturas diferentes, y crean lazos de amistad duraderos
entre las naciones, ya habrán ido comprobando por el transcurso de la Eurocopa
y la Copa América de fútbol a qué precio está el percal. El barón de Coubertin
era un iluso, un hombre que soñaba tortillas según una expresión catalana no
traducible con exactitud pero de fácil comprensión.
Son cada vez más
los “hinchas” que acuden en peregrinación a los templos de la religión moderna
con la intención de ponerse ciegos de alcohol de garrafa y liarse a hostias con
quienes exhiban banderas de colores distintos a los suyos. El resultado deportivo
es importante para ellos, pero no tanto; una derrota justifica el desahogo
físico, a trompazos, de la mala leche acumulada durante trienios de apalancamiento
en las barras de los bares, y el éxtasis de una victoria de domingo suele tener
como anticlímax el reconcomio de muchos lunes al sol.
El fútbol es, por
otra parte, un deporte viril, fabricado a base de potentes descargas de
adrenalina y de testosterona. Pueden jugarlo mujeres, y de hecho lo juegan,
incluso muy bien, pero no es lo mismo. Las reglas básicas son iguales, pero con
las chicas no suena de la misma manera el “a por ellos oé”, el “ganar sí o sí”,
la épica y la agonística, el “a muerte”, y (argumento definitivo) faltan esas
señoritas más o menos despampanantes que rodean a los cracks en los instagrames,
con exhibición vestimentaria y gestual más o menos indiscreta según los casos
(al parecer, De Gea y Muniain han llegado un trecho más allá de lo habitual por
ese camino). En otros deportes hay atletas que tímidamente empiezan a salir del
armario y reconocen preferencias sexuales que harían tronar anatemas a monseñor
Cañizares. En el fútbol, el tabú sigue campando con toda rigidez: el tutifruti
dañaría la capacidad de transferencia de sus instintos primarios por parte de los
machos depredadores que constituyen la mayor parte de la parroquia del
espectáculo.
En la Grecia
clásica, se interrumpían las guerras para acudir todos juntos a los juegos de Olimpia.
Las actitudes genéricas no eran seguramente más amables que las actuales, y
desde luego los competidores eran solo varones, pero las normas sociales de
convivencia estaban interiorizadas con mucho mayor rigor: a ningún grupo de tebanos
irascibles se le habría ocurrido liarse a trompadas con los mesenios delante
del templo de Zeus.
También entonces había
trampas para alterar los resultados deportivos: quedan como testimonio, a la
entrada del estadio olímpico genuino, las peanas sobre las que fueron erigidas
las estatuas de los zanes. En ellas se colocaban carteles muy visibles con los
nombres de los tramposos y el motivo de su descalificación. Un recordatorio útil
para los que entraban a competir.
Los espectadores se
agrupaban para ver las competiciones en las laderas del monte Cronos. No había
taquillas, ni asientos numerados, ni barreras o alambradas que cerraran el paso
entre los espectadores y el terreno de juego, y mucho menos entre unos y otros
grupos de espectadores “radicales”. No hacían falta.
A veces el progreso
avanza hacia atrás.