El dato que surge
de la EPA del último trimestre de 2015 es que tenemos en España no solo un
desempleo altísimo, sino además un empleo sobrecualificado. Es decir, una
fuerza de trabajo preparada para rendir desde un punto de vista cualitativo
bastante más que aquello para lo que es requerida por los dadores de trabajo.
El mercado ofrece
una asimetría llamativa en este sentido. No solo sobra fuerza de trabajo así,
en bruto, sino que sobra en particular fuerza de trabajo cualificada. Cada vez
más jóvenes titulados emigran a otros países en busca de las oportunidades que no
encuentran en casa. Hay un desfase muy acusado entre la oferta y la demanda, y
algo debería hacerse para remediarlo, pero no está claro el qué.
Rectifico; algunos
sí lo tienen claro. Un directivo de la Pimec ha sugerido la conveniencia de
restringir el acceso a los estudios superiores y abrir en cambio las compuertas
a los de grado medio y a la formación profesional. En una palabra, a
suministrar “menos” educación para encaminar a los jóvenes al tipo de empleo
que van a encontrar (si tienen suerte) cuando les llegue el momento del ingreso
en el mundo laboral.
Puede parecer una
idea tan exótica como la de que los fabricantes de zapatos reclamen de la
población que se esfuerce en producir clientes que calcen tallas del 35 a 38
para favorecer la salida de stocks invendibles. Aun así, la sugerencia tendría algún
sentido en el caso de que el país se proponga como meta consolidar una
estructura productiva basada en una mano de obra semicualificada y de bajo
coste; que acepte perder el tren de la innovación, y desdeñe el progreso en la
línea de aquel Miguel de Unamuno que pedía «que inventen ellos».
Viene a ser un
error extendido considerar que el capitalismo es solo uno, igual para todos; por
el contrario, se trata de un sistema que funciona en distintos escalones, en
cada uno de los cuales los procesos productivos complejos se imbrican unos en otros
en la forma de cadenas de valor, de modo que los beneficios mayores se agrupan
en un extremo, que ejerce una posición dominante y “externaliza” las partes del
proceso más fatigosas y de menor valor hacia los tramos inferiores de la
pirámide, a los que asigna su lugar preciso y forzoso en la producción mediante
métodos compulsivos disfrazados de cláusulas contractuales libremente asumidas.
El cambio es siempre
un elemento perturbador en un tipo de esquemas tan rígido; todo funciona según
un orden rigurosamente establecido. Y la religión entendida como doctrina (como
adoctrinamiento) cumple un papel fundamental en el establecimiento de ese orden
inmutable que sitúa arriba a unos y a otros abajo, atribuyendo a los primeros los
beneficios de la educación y a los segundos el bálsamo de la ignorancia.
Por eso, ha saltado
a la palestra de nuevo, inasequible al desaliento, monseñor Cañizares, el
defensor número uno de la España Cañí, para decirnos que la ideología de género
(entiéndase, la pretensión de promover la igualdad entre hombres y mujeres) es
«la más insidiosa y destructora de toda la historia de la humanidad». Carlos
Arenas Posadas, en su inestimable obra histórica sobre el capitalismo andaluz, Poder, economía y sociedad en el sur
(ed. Centro de Estudios Andaluces, 2015), explica cómo durante siglo y medio ha
habido en Andalucía menos escuelas públicas de las que por ley eran asignadas
(y financiadas por el estado) a cada población, y cómo la iglesia católica ha sido
una colaboradora entusiasta en la tarea de educar de forma diferente a niños y
niñas de las familias sin recursos: a ellos, para braceros y peones; a ellas,
para las “labores propias de su sexo”.
Tal es en
definitiva el “orden natural” que pretende perpetuar monseñor Cañí. Y para ello
llama a los católicos a la desobediencia de las “leyes inicuas que pretenden
imponernos”. Mi intuición me dice que no va a tener mucho éxito.