Pablo Iglesias ha
esbozado en su blog “Otra vuelta de tuerka” los presupuestos políticos que
sustentarían una cuarta socialdemocracia, después del esfuerzo teórico de
Bernstein (primera), de la aplicación consecuente de las políticas keynesianas
y el estado del bienestar, sobre todo en Centroeuropa y los países nórdicos
(segunda), y de la inflexión de las llamadas terceras vías hacia soluciones de un
social liberalismo puesto de forma incondicional al servicio de la esfera de
los grandes negocios (tercera).
Por cierto, respecto
de esa tercera versión, espuria, de la socialdemocracia, maravilla comprobar
hasta qué punto encaja en ella como anillo al dedo la posición singular de doña
Susana Díaz, que se ha apresurado a hacerse cruces y mentar la bicha al ver que
los podemitas se reclaman de la herencia de Marx y Engels. Ozú, Ozé y María,
que esos eran revolucionarios, que “nozotro” somos otra cosa.
Prescindamos de
Bernstein por un lado, y por otro de Blair y sus epígonos más conspicuos como
Rodríguez Zapatero, el “Bambi” que promovió el talante como receta óptima para
la navegación entre los escollos de la política. La gran época hegemónica de la
socialdemocracia en Europa fue la que vio coincidir en los escalones más altos
del poder político a figuras de un carisma fuerte, tales como Willy Brandt y su
sucesor Helmut Schmidt en Alemania; Olof Palme e Ingvar Carlsson en Suecia; François
Mitterrand en Francia, y Felipe González en España. No hay una coincidencia total
de fechas entre ellos: Brandt y Palme llegaron al gobierno en 1969, y lo
dejaron en 1974 el alemán, y en 1976 el sueco; Schmidt cubrió la etapa 1974-1982,
año en el que se impuso el democristiano Kohl aliado con los liberales; en el
mismo año de 1982 Palme volvió al poder en Suecia, y a su muerte (asesinado) en
1986, Ingvar Carlsson le sucedió hasta 1991. Mitterrand ocupó la presidencia de
Francia entre 1981 y 1995, fechas muy próximas a las de los sucesivos gobiernos
de González (1982-1996). En los años setenta, la pujanza del PCI en Italia bajo
la dirección de Enrico Berlinguer demostró que era posible influir poderosamente
en la política nacional desde las instituciones de rango inferior al estatal y
desde la movilización popular. Cabe concluir que el ciclo de gobierno de la gran
socialdemocracia (la segunda) se abrió en 1969, aunque eso signifique reducir
la importancia de políticos como el sueco Tage Erlander, y concluyó
definitivamente en 1996. Pocos años antes, en 1989, se cerraba con estrépito la
otra tradición socialista mayoritaria, al venirse abajo el imperio construido a
partir de la revolución leninista de 1917. No es casual, a lo que entiendo, que
los gobiernos socialdemocráticos desaparecieran de la escena a tan escasa
distancia temporal de la debacle de la URSS; pero ese sería otro discurso.
En septiembre de
1997, apenas un año después de la “derrota dulce” de González, el “último
mohicano” de la vieja guardia, a manos de Aznar, y coincidiendo con la victoria
electoral en Gran Bretaña de Tony Blair y el “nuevo laborismo” (ya
decididamente otra cosa), el sindicalista y sociólogo italiano Bruno Trentin
publicaba La città del lavoro, un
repaso detallado a las actitudes, los olvidos y las deficiencias del mainstream de la izquierda “instalada” (vincente, en sus palabras). Siempre es
agradecido echar la culpa de nuestros sinsabores a las fuerzas oscuras del
capital, pero conviene hurgar además en lo que hemos hecho mal; porque, como
afirmó Di Vittorio, por pequeña que sea nuestra parte de culpa, esa parte
minúscula es nuestra al cien por cien.
Iglesias, o no
conoce la aportación de Trentin, o la ha desdeñado. Paciencia. Pero no será
posible revivir la gran tradición socialdemócrata y emprender un nuevo ciclo
hegemónico, sin aplicarse a resolver antes los grandes temas trentinianos de
las “culpas” situadas en nuestro campo. Con gusto comentaría esos temas por
extenso, pero me cohíbe la certeza de estarme repitiendo, aparte de que la mucha
extensión excede del alcance modesto de los apuntes de este blog. Me limitaré a
situar tres ejes de discusión.
1) El “trabajo
humano” y su posición central en la vertebración de la sociedad. He puesto
entre comillas “trabajo humano”: todo el trabajo, retribuido o no, dependiente
o no. Hay una rutina en el pensamiento económico que predica que la tecnología viene
a resolver de forma “natural” la cuestión; pero el trabajo humano no mengua ni
desaparece en presencia de las máquinas; simplemente se transforma. Hay de otro
lado una reivindicación de “trabajo decente” que no debe confundirse con
lo anterior. “Decente” está referido a las condiciones laborales y a la
retribución justa del esfuerzo del trabajador manual o intelectual; “humano”
apunta al sentido último del trabajo, a su utilidad colectiva y a las
posibilidades que abre de autorrealización de las personas en una sociedad más
solidaria, más “común”. En la visión de la izquierda histórica, el problema del
trabajo fue sustituido en general por el del “empleo”. Política de pleno
empleo ha significado la pretensión de “cuadrar la planilla” de la fuerza
laboral del país con un puesto para cada trabajador y un trabajador para cada
puesto. Una bella ambición, pero planteada como la solución a un problema
administrativo de distribución mecánica de un trabajo sin cualidades en una
sociedad sin horizontes.
2) Tanto desde el
punto de vista del socialismo revolucionario como de la socialdemocracia, el
objetivo principal de la política ha sido el Estado. Se dio en este punto un
giro o una inversión significativa: primero el Estado era un obstáculo en el
camino hacia la sociedad sin clases, luego un instrumento válido para alcanzar el
fin de la emancipación, y por último se convirtió en un fin en sí mismo. Este
proceso de mitificación del Estado como bloque sustentador supremo del poder, por
parte de las izquierdas, ha corrido en paralelo a la permeación progresiva de
sus estructuras y sus aparatos por parte de los poderes económicos “de facto”.
A la institucionalización, por ejemplo, de las puertas giratorias y la colusión
como método preferencial de la política económica.
3) La prioridad
correcta ha de ser, entonces, cambiar primero el meollo de la sociedad para
imponer luego ese cambio en las instituciones; primero son las estructuras, y
luego las superestructuras. La libertà
viene prima, reclama Trentin. Importa más la transformación molecular de
las personas que los gestos mediáticos en las campañas electorales. Solo así
será posible remover estructuras perjudiciales muy arraigadas en la actividad
política del país, pero sobre todo en las mentalidades de las personas.