viernes, 10 de junio de 2016

SOCIALDEMOCRACIA


Pablo Iglesias ha esbozado en su blog “Otra vuelta de tuerka” los presupuestos políticos que sustentarían una cuarta socialdemocracia, después del esfuerzo teórico de Bernstein (primera), de la aplicación consecuente de las políticas keynesianas y el estado del bienestar, sobre todo en Centroeuropa y los países nórdicos (segunda), y de la inflexión de las llamadas terceras vías hacia soluciones de un social liberalismo puesto de forma incondicional al servicio de la esfera de los grandes negocios (tercera).
Por cierto, respecto de esa tercera versión, espuria, de la socialdemocracia, maravilla comprobar hasta qué punto encaja en ella como anillo al dedo la posición singular de doña Susana Díaz, que se ha apresurado a hacerse cruces y mentar la bicha al ver que los podemitas se reclaman de la herencia de Marx y Engels. Ozú, Ozé y María, que esos eran revolucionarios, que “nozotro” somos otra cosa.
Prescindamos de Bernstein por un lado, y por otro de Blair y sus epígonos más conspicuos como Rodríguez Zapatero, el “Bambi” que promovió el talante como receta óptima para la navegación entre los escollos de la política. La gran época hegemónica de la socialdemocracia en Europa fue la que vio coincidir en los escalones más altos del poder político a figuras de un carisma fuerte, tales como Willy Brandt y su sucesor Helmut Schmidt en Alemania; Olof Palme e Ingvar Carlsson en Suecia; François Mitterrand en Francia, y Felipe González en España. No hay una coincidencia total de fechas entre ellos: Brandt y Palme llegaron al gobierno en 1969, y lo dejaron en 1974 el alemán, y en 1976 el sueco; Schmidt cubrió la etapa 1974-1982, año en el que se impuso el democristiano Kohl aliado con los liberales; en el mismo año de 1982 Palme volvió al poder en Suecia, y a su muerte (asesinado) en 1986, Ingvar Carlsson le sucedió hasta 1991. Mitterrand ocupó la presidencia de Francia entre 1981 y 1995, fechas muy próximas a las de los sucesivos gobiernos de González (1982-1996). En los años setenta, la pujanza del PCI en Italia bajo la dirección de Enrico Berlinguer demostró que era posible influir poderosamente en la política nacional desde las instituciones de rango inferior al estatal y desde la movilización popular. Cabe concluir que el ciclo de gobierno de la gran socialdemocracia (la segunda) se abrió en 1969, aunque eso signifique reducir la importancia de políticos como el sueco Tage Erlander, y concluyó definitivamente en 1996. Pocos años antes, en 1989, se cerraba con estrépito la otra tradición socialista mayoritaria, al venirse abajo el imperio construido a partir de la revolución leninista de 1917. No es casual, a lo que entiendo, que los gobiernos socialdemocráticos desaparecieran de la escena a tan escasa distancia temporal de la debacle de la URSS; pero ese sería otro discurso.
En septiembre de 1997, apenas un año después de la “derrota dulce” de González, el “último mohicano” de la vieja guardia, a manos de Aznar, y coincidiendo con la victoria electoral en Gran Bretaña de Tony Blair y el “nuevo laborismo” (ya decididamente otra cosa), el sindicalista y sociólogo italiano Bruno Trentin publicaba La città del lavoro, un repaso detallado a las actitudes, los olvidos y las deficiencias del mainstream de la izquierda “instalada” (vincente, en sus palabras). Siempre es agradecido echar la culpa de nuestros sinsabores a las fuerzas oscuras del capital, pero conviene hurgar además en lo que hemos hecho mal; porque, como afirmó Di Vittorio, por pequeña que sea nuestra parte de culpa, esa parte minúscula es nuestra al cien por cien.
Iglesias, o no conoce la aportación de Trentin, o la ha desdeñado. Paciencia. Pero no será posible revivir la gran tradición socialdemócrata y emprender un nuevo ciclo hegemónico, sin aplicarse a resolver antes los grandes temas trentinianos de las “culpas” situadas en nuestro campo. Con gusto comentaría esos temas por extenso, pero me cohíbe la certeza de estarme repitiendo, aparte de que la mucha extensión excede del alcance modesto de los apuntes de este blog. Me limitaré a situar tres ejes de discusión.
1) El “trabajo humano” y su posición central en la vertebración de la sociedad. He puesto entre comillas “trabajo humano”: todo el trabajo, retribuido o no, dependiente o no. Hay una rutina en el pensamiento económico que predica que la tecnología viene a resolver de forma “natural” la cuestión; pero el trabajo humano no mengua ni desaparece en presencia de las máquinas; simplemente se transforma. Hay de otro lado una reivindicación de “trabajo decente” que no debe confundirse con lo anterior. “Decente” está referido a las condiciones laborales y a la retribución justa del esfuerzo del trabajador manual o intelectual; “humano” apunta al sentido último del trabajo, a su utilidad colectiva y a las posibilidades que abre de autorrealización de las personas en una sociedad más solidaria, más “común”. En la visión de la izquierda histórica, el problema del trabajo fue sustituido en general por el del “empleo”. Política de pleno empleo ha significado la pretensión de “cuadrar la planilla” de la fuerza laboral del país con un puesto para cada trabajador y un trabajador para cada puesto. Una bella ambición, pero planteada como la solución a un problema administrativo de distribución mecánica de un trabajo sin cualidades en una sociedad sin horizontes.
2) Tanto desde el punto de vista del socialismo revolucionario como de la socialdemocracia, el objetivo principal de la política ha sido el Estado. Se dio en este punto un giro o una inversión significativa: primero el Estado era un obstáculo en el camino hacia la sociedad sin clases, luego un instrumento válido para alcanzar el fin de la emancipación, y por último se convirtió en un fin en sí mismo. Este proceso de mitificación del Estado como bloque sustentador supremo del poder, por parte de las izquierdas, ha corrido en paralelo a la permeación progresiva de sus estructuras y sus aparatos por parte de los poderes económicos “de facto”. A la institucionalización, por ejemplo, de las puertas giratorias y la colusión como método preferencial de la política económica.
3) La prioridad correcta ha de ser, entonces, cambiar primero el meollo de la sociedad para imponer luego ese cambio en las instituciones; primero son las estructuras, y luego las superestructuras. La libertà viene prima, reclama Trentin. Importa más la transformación molecular de las personas que los gestos mediáticos en las campañas electorales. Solo así será posible remover estructuras perjudiciales muy arraigadas en la actividad política del país, pero sobre todo en las mentalidades de las personas.