Lo más grave de lo
sucedido con Jorge Fernández Díaz, el aún ministro del Interior español, es que
todos lo sabíamos ya antes de saberlo. Ahora tenemos las pruebas, la grabación;
pero los hechos en su sustancia eran del dominio público desde hace ya mucho
tiempo. Nadie dudaba de que el piadoso Fernández, además de considerar a la
Virgen del Amor Hermoso como propiedad particular de los cuerpos de seguridad, estaba obrando en
el ejercicio de sus funciones como en realidad se ha acabado probando que
obraba. Con la desfachatez de quien no tiene que dar cuenta a nadie de sus
actos, salvo tal vez a uno. A ese uno que a toro pasado asegura no tener la más
mínima noción del asunto, recurso infalible ante una justicia propicia y una
opinión pública que importa al poder menos que una higa.
No es Fernández el
primer alto funcionario que se fabrica un sayo con la capa de las prerrogativas
estatales. La cosa pudo comenzar con don Luis XIV de Francia, que dejó a la
posteridad la afirmación de que «El Estado soy yo», que es lo mismo que decir
que el Estado es lo que a mí me da la gana. Pero luego vinieron tropecientas
mil revoluciones, y el desplante del monarca absoluto parecía enmendado para
siempre. El Estado era el depositario de la soberanía popular, y los custodios
de las esencias tenían quien los custodiase a su vez dentro de un complejo
juego de equilibrios concebido para que las sociedades humanas avanzaran sin
trabas por la amplia avenida de la libertad.
Ahora van llegando
las malas noticias: la ley ya no es el recipiente de la libertad sino de la
mordaza, el Estado ha dejado de ser público para funcionar al servicio de
intereses privados inconfesables, y los servidores del Estado han invertido los
términos y, únicos amos, han convertido al Estado en su servidor.
En España, por lo
menos. En cualquier otro país europeo, Fernández habría dimitido ya por
vergüenza, o bien habría sido cesado por su presidente antes de pasar por el
bochorno de un proceso político en el parlamento. Nadie cree que aquí vaya a
pasar nada parecido. Algunos comentaristas especulan con que el escándalo dará
un punto extra en las expectativas de voto al Partido Popular.
No es probable,
pero tampoco del todo imposible.