Carmen y yo pasamos
el mes de agosto de 1977 casi entero en Estocolmo. Fue un viaje muy, muy low cost que no nos habría sido accesible
(la vida en Suecia era carísima) de no haber sido acogidos por una pareja de
refugiados uruguayos, con quienes habíamos hecho amistad en Barcelona, y que
nos cedieron la única cama de su pequeño apartamento en Vällingby y pernoctaron
con dificultades pero con buen humor en el sofá. Comíamos a base de arroces, patatas,
huevos, fillmjolk (yogur líquido) y
fruta en conserva; el pan lo cocía Serena, nuestra anfitriona, y la proteína animal corría a cargo del sufrido arenque, única
pieza accesible a nuestra magra economía. Volvimos de nuestro veraneo
considerablemente estilizados. El transporte nos lo proporcionaron dos pases de
cuarenta coronas con los que podíamos desplazarnos durante un mes por toda la red pública, y
la diversión consistía en verlo todo, visitar los parques y los museos (Nordiska, Skansen, Drottningholm, el navío Wasa) los
días de acceso gratuito, y recalar por las tardes en el Kungstradgarden, donde
escuchábamos a orquestinas que actuaban en el quiosco de música y
presenciábamos las partidas entre maestros locales que se desarrollaban en el
tablero de ajedrez gigante, con cruces de apuestas incluidos entre los
apasionados espectadores.
En España había
empezado el proceso de la Transición, y en Suecia el gobierno de Palme había
sido derribado el año anterior por una coalición agrario-conservadora. El
primer ministro tenía un nombre impronunciable, que no conseguí retener más
allá de un par de meses (he tenido que consultarlo en wikipedia; se
llamaba Thorbjörn Fälldin y era, según mis informadores suecos, un “hombre
honrado”, un agricultor opuesto a las centrales nucleares, pero también un
hombre de paja de las dos formaciones que representaban la verdadera amenaza en
la sombra: los liberales y los conservadores.)
Respondí a muchas
preguntas sobre lo que estaba ocurriendo en España, y también las hice sobre la
situación de Suecia. ¿Cómo había podido caer Olof Palme, aquel gigante? Mis
interlocutores, personas vinculadas en una u otra medida al partido
socialdemócrata, me aseguraron que Palme volvería pronto al gobierno (así
ocurrió en 1982) y que “lo de ahora” era un paréntesis forzado por la
emergencia de un malestar de fondo que no había sido percibido a tiempo.
Demasiados años de
gobierno socialdemócrata, entre Erlander y Palme, me dijeron. Demasiada rutina administrativa
acumulada, demasiada burocracia sin “alma” reformista. Un ejemplo: Fälldin
había entrado en política irritado porque se le había denegado una subvención
para mejorar el rendimiento de su granja. Algún burócrata la consideró demasiado
pequeña para resultar rentable.
Hablamos con Lena sobre
todo, no recuerdo su apellido. Era periodista, estaba casada con un músico
argentino, hablaba un buen español y centraba su actividad política en el apoyo
a los refugiados latinoamericanos. Ella nos contó que las críticas de la derecha
se referían sobre todo al descenso de la producción, y en consecuencia del
nivel de vida, a consecuencia del aumento de los costes de las materias primas desencadenado
por la reciente crisis del petróleo. Suecia, un país industrializado, estaba
perdiendo pie en la economía mundial, y miraba en busca de soluciones más en
dirección a Occidente (a Estados Unidos, en concreto) que a Oriente. Todos
encontraban abusiva la carga de los impuestos: un profesional con una costosa carrera
de ingeniería ganaba después de impuestos prácticamente tan solo unas cien
coronas más que un administrativo de segunda en una oficina de provincias, y en
cambio su responsabilidad, el valor de su trabajo y su dedicación en horas de
estudio y de práctica eran muy superiores. La consecuencia era que los mejores
cerebros emigraban a Estados Unidos, la Meca de los ambiciosos, y los jóvenes de
las capas medias se conformaban por lo general con sinecuras, es decir empleos con
pocas obligaciones, pocas responsabilidades y sueldos modestos, en la gran
maquinaria administrativa del estado del bienestar. No había incentivos para ir
más allá del expediente cubierto a lo largo del cómodo horario semanal, y de la
borrachera y la pequeña orgía en grupo cuando llegaba el sábado. Una
preocupación añadida: la tasa de suicidios siempre había sido alta en el país
(debido seguramente a la dureza de la naturaleza y el clima, y a la opresión
de la soledad y el encierro durante los meses de crudo invierno); pero últimamente
crecía de modo particular entre los jóvenes. Esto era síntoma de una enfermedad
moral que el gobierno Palme se había visto impotente para atajar.
Lena nos dijo que
Ingmar Bergman no era representativo de los valores suecos; era un intelectual
desarraigado. También nos habló mal de una pareja que había conseguido un éxito
grande de público con novelas policíacas muy bien construidas pero de una
crítica demagógica al sistema. Se refería a Maj Sjöwall y Per Walöo, que habían
escrito una serie de diez novelas entre 1965 y 1975, entonces inaccesibles para
nosotros, que no hablábamos y seguimos sin hablar sueco, pero que hemos leído
muchos años más tarde, cuando la moda del policiaco nórdico ha permitido que
fueran traducidas al castellano.
No pretendo extraer
conclusiones de estos recuerdos sobre el funcionamiento real de la
socialdemocracia en un país y unos años determinados. Tan solo aportar algunos
datos extraídos de mi memoria personal (falible), por si son de interés para alguien. Eso es todo.