domingo, 12 de junio de 2016

ESTOCOLMO EN EL VERANO DE 1977


Carmen y yo pasamos el mes de agosto de 1977 casi entero en Estocolmo. Fue un viaje muy, muy low cost que no nos habría sido accesible (la vida en Suecia era carísima) de no haber sido acogidos por una pareja de refugiados uruguayos, con quienes habíamos hecho amistad en Barcelona, y que nos cedieron la única cama de su pequeño apartamento en Vällingby y pernoctaron con dificultades pero con buen humor en el sofá. Comíamos a base de arroces, patatas, huevos, fillmjolk (yogur líquido) y fruta en conserva; el pan lo cocía Serena, nuestra anfitriona, y la proteína animal corría a cargo del sufrido arenque, única pieza accesible a nuestra magra economía. Volvimos de nuestro veraneo considerablemente estilizados. El transporte nos lo proporcionaron dos pases de cuarenta coronas con los que podíamos desplazarnos durante un mes por toda la red pública, y la diversión consistía en verlo todo, visitar los parques y los museos (Nordiska, Skansen, Drottningholm, el navío Wasa) los días de acceso gratuito, y recalar por las tardes en el Kungstradgarden, donde escuchábamos a orquestinas que actuaban en el quiosco de música y presenciábamos las partidas entre maestros locales que se desarrollaban en el tablero de ajedrez gigante, con cruces de apuestas incluidos entre los apasionados espectadores.
En España había empezado el proceso de la Transición, y en Suecia el gobierno de Palme había sido derribado el año anterior por una coalición agrario-conservadora. El primer ministro tenía un nombre impronunciable, que no conseguí retener más allá de un par de meses (he tenido que consultarlo en wikipedia; se llamaba Thorbjörn Fälldin y era, según mis informadores suecos, un “hombre honrado”, un agricultor opuesto a las centrales nucleares, pero también un hombre de paja de las dos formaciones que representaban la verdadera amenaza en la sombra: los liberales y los conservadores.)
Respondí a muchas preguntas sobre lo que estaba ocurriendo en España, y también las hice sobre la situación de Suecia. ¿Cómo había podido caer Olof Palme, aquel gigante? Mis interlocutores, personas vinculadas en una u otra medida al partido socialdemócrata, me aseguraron que Palme volvería pronto al gobierno (así ocurrió en 1982) y que “lo de ahora” era un paréntesis forzado por la emergencia de un malestar de fondo que no había sido percibido a tiempo.
Demasiados años de gobierno socialdemócrata, entre Erlander y Palme, me dijeron. Demasiada rutina administrativa acumulada, demasiada burocracia sin “alma” reformista. Un ejemplo: Fälldin había entrado en política irritado porque se le había denegado una subvención para mejorar el rendimiento de su granja. Algún burócrata la consideró demasiado pequeña para resultar rentable.
Hablamos con Lena sobre todo, no recuerdo su apellido. Era periodista, estaba casada con un músico argentino, hablaba un buen español y centraba su actividad política en el apoyo a los refugiados latinoamericanos. Ella nos contó que las críticas de la derecha se referían sobre todo al descenso de la producción, y en consecuencia del nivel de vida, a consecuencia del aumento de los costes de las materias primas desencadenado por la reciente crisis del petróleo. Suecia, un país industrializado, estaba perdiendo pie en la economía mundial, y miraba en busca de soluciones más en dirección a Occidente (a Estados Unidos, en concreto) que a Oriente. Todos encontraban abusiva la carga de los impuestos: un profesional con una costosa carrera de ingeniería ganaba después de impuestos prácticamente tan solo unas cien coronas más que un administrativo de segunda en una oficina de provincias, y en cambio su responsabilidad, el valor de su trabajo y su dedicación en horas de estudio y de práctica eran muy superiores. La consecuencia era que los mejores cerebros emigraban a Estados Unidos, la Meca de los ambiciosos, y los jóvenes de las capas medias se conformaban por lo general con sinecuras, es decir empleos con pocas obligaciones, pocas responsabilidades y sueldos modestos, en la gran maquinaria administrativa del estado del bienestar. No había incentivos para ir más allá del expediente cubierto a lo largo del cómodo horario semanal, y de la borrachera y la pequeña orgía en grupo cuando llegaba el sábado. Una preocupación añadida: la tasa de suicidios siempre había sido alta en el país (debido seguramente a la dureza de la naturaleza y el clima, y a la opresión de la soledad y el encierro durante los meses de crudo invierno); pero últimamente crecía de modo particular entre los jóvenes. Esto era síntoma de una enfermedad moral que el gobierno Palme se había visto impotente para atajar.
Lena nos dijo que Ingmar Bergman no era representativo de los valores suecos; era un intelectual desarraigado. También nos habló mal de una pareja que había conseguido un éxito grande de público con novelas policíacas muy bien construidas pero de una crítica demagógica al sistema. Se refería a Maj Sjöwall y Per Walöo, que habían escrito una serie de diez novelas entre 1965 y 1975, entonces inaccesibles para nosotros, que no hablábamos y seguimos sin hablar sueco, pero que hemos leído muchos años más tarde, cuando la moda del policiaco nórdico ha permitido que fueran traducidas al castellano.
No pretendo extraer conclusiones de estos recuerdos sobre el funcionamiento real de la socialdemocracia en un país y unos años determinados. Tan solo aportar algunos datos extraídos de mi memoria personal (falible), por si son de interés para alguien. Eso es todo.