El Roto abre el
fuego, el día contra la violencia de género. En su viñeta de elpais, un varón
iracundo exclama: «Dar palizas es una tradición local. ¡Respeten nuestras
costumbres!»
Cierto. Los toros a
media tarde, el rosario de las tabernas de anochecida por no hacer el feo a
ningún establecimiento, y la paliza a la santa de vuelta al hogar, están en lo
más profundo (en todos los sentidos del término) de nuestro ADN.
La paliza es en buen
número de casos un tratamiento preventivo y cautelar. De muy joven leí un
cuentecillo de Steinbeck en el que un inmigrante desoye los consejos paternos, “Pega
a tu mujer todas las noches, si tú no sabes por qué, ella sí lo sabe.” La mujer,
inmigrante también en California, le hace toda clase de trastadas, hasta que el
hombre, inclinándose ante la superior sabiduría de los ancestros balcánicos, procede todas
las noches a los correazos de rigor, y desde entonces todo va como una seda en
el hogar. Algo parecido le ocurre al “hombre tranquilo” de John Ford, donde
Maureen O’Hara solo aquieta sus ímpetus belicosos contra John Wayne cuando puede
lucir unos cuantos verdugones en la piel. Son monumentos al machismo en su
vertiente calificable de “estancamiento secular”; reliquias de una forma
tradicional de moverse el mundo. No es tanto el money, que también, como la
violencia de género, lo que makes the
world go round, según la filosofía de cabaret. «¿Su marido la pega?»,
preguntaba el facultativo de urgencias a la señora que “se había golpeado con
una puerta”; y ella contestaba: «Lo normal.»
Pero no es normal,
y las numerosísimas víctimas de género no son “bajas colaterales por fuego
amigo”. Las relaciones hombre-mujer pueden degenerar en un infierno compartido
por los dos, pero ese desenlace no es obligatorio, no obedece a una pauta
universal. Tampoco es cierto que todas las parejas sean felices y coman
perdices. Cada cual se construye día a día su destino en este mundo, y mi
experiencia me dice que es preferible intentarlo en compañía, que en soledad.
Pero no desde
posiciones desiguales; no desde un rol dominante y otro sometido. Para ese tipo
de viaje no hacen falta alforjas, y siempre habrá mujeres sensibles que, en
atención a normas prácticas de confortabilidad y no estrictamente por obediencia
a la ley del deseo, considerarán más apetecible una compañía homo que hétero.
Lo cual me trae el recuerdo de una película antigua de Woody Allen en la que su
ex esposa, después de dejarlo por una mujer, escribía un libro contando su
experiencia, y él especulaba con la posibilidad de comprar toda la edición
antes de que se distribuyera a las librerías, y prenderle fuego. Sin saber qué
había escrito exactamente su mujer, solo por miedo culpable a lo que podía
haber puesto.