Por lo que voy leyendo,
ya no hará falta en adelante defender la pintura de Joaquín Sorolla. Me alegro.
Una amiga muy culta – era directora de un museo – se refería a él como “ese que
te gusta a ti”. Sorolla había cometido dos pecados capitales: el primero, despreciar
el movimiento impresionista (les llamó “holgazanes” por no terminar los cuadros
adecuadamente), y el segundo, tener éxito en las exposiciones internacionales, en
años en los que iban de rechazadas y de malditas las corrientes pictóricas más conscientes
del futuro, las que unos decenios más tarde han sido consideradas canónicas en
la evolución del arte occidental y acaparado los parabienes de la crítica
enterada.
Pero su pintura se
sostiene al paso del tiempo. Sus virtudes renacen después de pasar por el purgatorio
del descrédito oficial. Un caso parecido puede ser el de Mariano Fortuny y de
Madrazo, después de un eclipse menos explicable que el de su contemporáneo Sorolla
porque sus vestidos inspirados en Grecia, en el oriente y en los lujos
renacentistas, habían seducido a una clientela rica y culta, predominantemente
femenina (Christine Bucci-Glucksman se refería anoche, en un documental
televisado, a la austeridad "machista" de las vanguardias desde Cézanne a Pollock,
pasando por Picasso); y sus escenografías lo situaron en la
punta de lanza de la vanguardia teatral.
En la Gran
Enciclopedia Salvat, el Fortuny de Venecia no tiene entrada propia; en la
Larousse-Planeta, un apéndice de tres líneas en la entrada dedicada a su padre.
En cambio, en la Britannica, Fortuny tiene artículo con ilustración (su vestido
“Delphos”); y Sorolla no tiene entrada, aunque sí algunas menciones en
artículos más generales. (Las entradas de las viejas enciclopedias son muy
expresivas de los cánones culturales vigentes en el momento en el que se
publicaron: número de líneas, ilustraciones, artículo firmado o no…)
La casa-museo de
Sorolla en Madrid, en la calle Martínez Campos, estaba a cinco minutos a pie de
la casa de mis padres, en General Sanjurjo, luego Abascal. Siempre que yo estaba
en Madrid y tenía un rato libre, me acercaba para una visita sin protocolo. Los
grandes murales para la Hispanic Society me dejaban indiferente, y en cambio
pasaba cuartos de hora muertos delante de las escenas de playa pintadas al aire
libre, y me dejaba enamorar sin falta por tres de los varios retratos de su
esposa Clotilde García del Castillo: el archifamoso del vestido gris, y los dos
en que aparece sentada, en una ocasión de blanco, en la otra con un vestido de
fiesta negro delante de un sillón de raso color fucsia. Veía en ellos huellas
de Manet y de Whistler, cosa en la que al parecer no ando del todo descaminado
porque los estudió en sus estancias en París, y similaridades llamativas con
algunos retratos de Ramón Casas Carbó, otro pintor contemporáneo digno de ser
recibido en el Hall de la Fama de la pintura de entre siglos.