martes, 22 de noviembre de 2016

SOROLLA Y LA FAMA


Por lo que voy leyendo, ya no hará falta en adelante defender la pintura de Joaquín Sorolla. Me alegro. Una amiga muy culta – era directora de un museo – se refería a él como “ese que te gusta a ti”. Sorolla había cometido dos pecados capitales: el primero, despreciar el movimiento impresionista (les llamó “holgazanes” por no terminar los cuadros adecuadamente), y el segundo, tener éxito en las exposiciones internacionales, en años en los que iban de rechazadas y de malditas las corrientes pictóricas más conscientes del futuro, las que unos decenios más tarde han sido consideradas canónicas en la evolución del arte occidental y acaparado los parabienes de la crítica enterada.
Pero su pintura se sostiene al paso del tiempo. Sus virtudes renacen después de pasar por el purgatorio del descrédito oficial. Un caso parecido puede ser el de Mariano Fortuny y de Madrazo, después de un eclipse menos explicable que el de su contemporáneo Sorolla porque sus vestidos inspirados en Grecia, en el oriente y en los lujos renacentistas, habían seducido a una clientela rica y culta, predominantemente femenina (Christine Bucci-Glucksman se refería anoche, en un documental televisado, a la austeridad "machista" de las vanguardias desde Cézanne a Pollock, pasando por Picasso); y sus escenografías lo situaron en la punta de lanza de la vanguardia teatral.
En la Gran Enciclopedia Salvat, el Fortuny de Venecia no tiene entrada propia; en la Larousse-Planeta, un apéndice de tres líneas en la entrada dedicada a su padre. En cambio, en la Britannica, Fortuny tiene artículo con ilustración (su vestido “Delphos”); y Sorolla no tiene entrada, aunque sí algunas menciones en artículos más generales. (Las entradas de las viejas enciclopedias son muy expresivas de los cánones culturales vigentes en el momento en el que se publicaron: número de líneas, ilustraciones, artículo firmado o no…)
La casa-museo de Sorolla en Madrid, en la calle Martínez Campos, estaba a cinco minutos a pie de la casa de mis padres, en General Sanjurjo, luego Abascal. Siempre que yo estaba en Madrid y tenía un rato libre, me acercaba para una visita sin protocolo. Los grandes murales para la Hispanic Society me dejaban indiferente, y en cambio pasaba cuartos de hora muertos delante de las escenas de playa pintadas al aire libre, y me dejaba enamorar sin falta por tres de los varios retratos de su esposa Clotilde García del Castillo: el archifamoso del vestido gris, y los dos en que aparece sentada, en una ocasión de blanco, en la otra con un vestido de fiesta negro delante de un sillón de raso color fucsia. Veía en ellos huellas de Manet y de Whistler, cosa en la que al parecer no ando del todo descaminado porque los estudió en sus estancias en París, y similaridades llamativas con algunos retratos de Ramón Casas Carbó, otro pintor contemporáneo digno de ser recibido en el Hall de la Fama de la pintura de entre siglos.