lunes, 7 de noviembre de 2016

CULTIVO DE LA IDENTIDAD Y HORROR A LA DIFERENCIA COMO SIGNOS DE NUESTRA ÉPOCA


Tomo en préstamo el título rimbombante de un sesudo tratado que nunca voy a escribir porque no quiero, no porque no pueda.
Vamos al turrón, entonces. Recuerden el acento desolado de un barón del PSOE al constatar que su partido “se ha podemizado”. Y el apunte de ese otro barón que dijo que las primarias no están en la “cultura centenaria” del partido. Mientras tanto, curiosa circunstancia, ocurre que Podemos corre el peligro de “despodemizarse” con su ingreso en las instituciones; y para evitar semejante horror no duda en convocar su propia identidad y sus bellas tradiciones movimientistas originales.
El mismo horror vacui se percibe en otras formaciones de mi querida izquierda (esta izquierda mía, esta izquierda nuestra, habría cantado Cecilia) que temen ver perdidas sus señas históricas de identidad en cualquier cambalache dirigido a renovar el género chico de las alianzas poselectorales. Se cultiva amorosamente la identidad y se huye de la contaminación cierta que representa lo “otro”, lo diferente. Frente a los experimentos culinarios de fusión de texturas y sabores, algunos siguen empeñados en mantener la recia tradición de comprar los bartolillos de los postres dominicales en Viena Capellanes, casa renombrada por una tradición secular, y desdeñan las ofertas aggiornadas de otras pastelerías de postín. (Tampoco, ha quedado muy claro, se está dispuesto a dejar pasar sin respuesta airada la afrenta de un chef partidario de poner chorizo en la paella.)
La pregunta obvia es: tanta carga de identidad, ¿para hacer qué?
Si con lo que yo tengo no me da para llegar adonde quiero ir, y he de pedir ayuda a otro para avanzar juntos, es bastante ridículo intentar imponer a ese otro “mi” camino, “mi” método, “mi” ritmo, y así sucesivamente.
Bruno Trentin, un santo de mi devoción, reclamaba en sus escritos de los años noventa y siguientes una “reunificación” del pueblo de la izquierda (radicales y templados, ortodoxos y heterodoxos) a partir de una “cultura de la diferencia”. Amar la diferencia y aceptarla como contribución específica a la riqueza compartida, que es una riqueza diversa y no homogénea. Al hacer esa propuesta estaba señalando un territorio nuevo y un camino distinto para situar a una clase trabajadora moderna y plural en el puente de mando de las transformaciones necesarias, en un momento en el que los avances de la tecnología no dan tregua ni cuartelillo ni el más mínimo margen de espera.
Rebajar el peso de las identidades centenarias, y abrirse a la aceptación de realidades diferentes pero respetables. Un primer paso tal vez necesario para la concreción de un futuro programa de gobierno.