El fallecimiento de
Fidel Castro, a los noventa años de edad y después de diez de haber abandonado
el timón de la política de su país, es un acontecimiento de orden biológico, pero
desde los medios se le da – con razón o sin ella, no entraré en esa polémica –
un tratamiento particular, como si se tratara de un “signo”: el final de una
anomalía geopolítica, el retorno al redil de aquella oveja descarriada que
andaba buscando por trochas y veredas el evangélico Buen Pastor de la neo gobernanza
alfanumérica.
En Miami se
prolonga la conga de Jalisco, hay barra libre de alcoholes y se toca sin rebozo
a degüello. Quienes votaron a Trump para acabar con Castro, claman ahora
milagro porque Fidel, de pronto, ya no está, y Cuba aparece en el horizonte
como una presa fácil predestinada a saciar todas las codicias. Hay un escalofrío
de presentimiento: podría estar de vuelta la era añorada de los grandes
negocios, la orgía del expolio.
Sí, el liderazgo
mundial de un personaje como Donald Trump, cuyas cualidades más pregonadas ofrecen
un llamativo parecido con las del Capitán Garfio, puede allanar el camino a un retorno
de situaciones de ese tipo; pero las cosas son bastante más complejas. Cierto
que nos encontramos en un momento de reflujo generalizado hacia los santuarios tradicionales
de la raza, la religión y la cruzada de exterminio contra toda clase de infieles.
Pero esas viejas pulsiones presentan efectos colaterales contraproducentes de
todo tipo; y además, su recorrido potencial se revela demasiado corto para
ofrecer un sostén duradero a los pueblos y los gobiernos en trance de
sobrevivir a las catástrofes naturales y financieras que nos amenazan en el
siglo XXI debido al prolongado expolio, descerebrado e insostenible, tanto de
la naturaleza como de porciones siempre más amplias de humanidad.
Lo diré con las
palabras de Josep Fontana, en El futuro
es un país extraño (Pasado & Presente, Barcelona 2013, p. 153):
«Quienes se
benefician de esta situación, han podido endurecer las reglas de la explotación
como consecuencia de que no ven en la actualidad un enemigo global que pueda
oponérseles. […] Pero tal vez no han calculado que los grandes movimientos
revolucionarios de la historia se han producido en general cuando nadie los
esperaba, y con frecuencia, donde nadie los esperaba. […] La capacidad de
tolerar el sufrimiento no es ilimitada y las asíntotas del poder capitalista
pueden estar efectivamente llegando al límite. […] La tarea más necesaria a que
debemos enfrentarnos es la de inventar un mundo nuevo que pueda ir reemplazando
al actual, que tiene sus horas contadas.»