El jeroglífico de
la investidura tenía varias soluciones posibles, pero a fuerza de ir bloqueando
y eliminando alternativas ha acabado por quedar en pie solo una, justo la que
debía haberse evitado en primer lugar. Paciencia. Son cosas que ocurren cuando
la política no es de buena calidad: se producen apagones en el suministro
eléctrico, los convoyes de cercanías circulan con retrasos considerables, y se
deja al culpable de tropecientos desaguisados formar nuevo gobierno sin ningún
condicionante expreso que lo contenga en su intención declarada de seguir por
el mismo camino.
Ha ocurrido en la
política española algo parecido a lo sucedido en el nivel mundial después del
desplome de la URSS: pasamos entonces de un mundo bipolar, basado en la
política de la deterrence (disuasión)
que pivotaba sobre la urgencia de evitar una catástrofe nuclear, a la era de la
gobernanza tecnocrática de la aldea global, en la que todos cierran los ojos a
los estropicios porque son los algoritmos quienes los generan, y siempre serán
preferibles los algoritmos a los megatones.
Conviene hacer un
esfuerzo de memoria y recordar las sacudidas de angustia que provocaron en la
opinión mundial los momentos de tensión extrema: la crisis de los misiles en
Cuba, o el derribo del avión espía U2, en los sesenta; y los peores momentos de
la internacionalización de la guerra de Vietnam, posteriormente. El fin de la
historia y la consolidación del pensamiento único parecieron tortas y pan
pintado a muchos, en comparación con lo vivido anteriormente.
Aquí las apuestas políticas
no han sido ni mucho menos tan dramáticas, pero el surgimiento de alternativas reales
y consistentes (no solo testimoniales) extramuros del statu quo, plasmadas en coaliciones
gobernantes de progreso en diversos ayuntamientos y autonomías, ha diluido los
términos de la oposición anterior y empujado a los viejos rivales de la “casta”
bipolar el uno en brazos del otro.
Vivimos una nueva
faceta del triunfo del pensamiento único, y el mejor gestor posible de esa
clase de pensamiento es el que es, con todos sus defectos y todas sus lacras: Mariano
Rajoy, el peor candidato posible una vez excluidos todos los demás. Mariano
Rajoy, la prueba de que también con la táctica del catenaccio se pueden ganar
grandes ligas.
El PSOE afronta
ahora una decisión colectiva importante: definir su función propia, su proyecto
y su trayecto previsible en la próxima legislatura y más allá. La tentación
será dejar recaer la cuestión en la promoción de un nuevo liderazgo: o Pedro, o
Susana, o quien sea. Ya ha caído antes en esa dinámica simplificadora, como
recordaba este domingo en las páginas de opinión de elpais Soledad Gallego Díaz.
Como aviso de navegantes, esta es la conclusión de su artículo, en la que
parafrasea una idea similar lanzada por José María Ridao cuatro años atrás, en
el triste final del fiasco de Zapatero: «Los socialistas deben tomar
decisiones, no solo gestionar, y dejar de preguntarse qué le pasa a la
socialdemocracia para fijarse en lo que les pasa a los ciudadanos.»