Cuando Albert
Rivera echa en cara a Pablo Iglesias que debe de estar contento por la victoria
en Estados Unidos de un populista como él, lo primero que llama la atención es
la exquisita estupidez de la observación. Lo siguiente, si uno se toma la
molestia inane de profundizar en los meollos recónditos de la frase, es que
Rivera ha conseguido elaborar un ejemplo brillante de populismo a sensu
contrario. Si populismo es en esencia la división del terreno político en dos
campos irreconciliables entre sí, la afirmación «todo aquel que piensa distinto
que yo es un populista» cae de cuatro patas en lo mismo de lo que se pretendía
excluir.
No es un pecado privativo
de Rivera. Las élites en pleno, y no me refiero solo a las élites extractivas de
campanario que proliferan por aquí cerca, sino al sofisticado establishment internacional
o multinacional que rige nuestros destinos así en el cielo como en la tierra, han
estado practicando durante los últimos años el mismo juego de salón. El TINA (there is no alternative) se ha conjugado
en todos los tiempos verbales con la coletilla: “y el que diga lo contrario es
un populista”.
El establishment se
ha quedado bizco de tanto mirarse el ombligo. Ha cerrado los ojos a la realidad
que se ha venido extendiendo como mancha de aceite en todo el orbe civilizado,
después de ser desde tiempos inmemoriales una prerrogativa exclusiva del orbe
incivilizado, lo que llamábamos antes el tercer mundo, o incluso el cuarto. La
gente ordinaria lo está pasando mal, muy mal incluso, aquí, allí y en todas
partes, e intuyen que el futuro pinta aún peor; pero en las alturas se niegan a tomar nota y siguen haciendo el Pangloss
de tapadillo, pensando que este mundo concreto es el mejor de todos los
posibles. Nos dicen que están trabajando duro para corregir las disfunciones
menores del sistema, porque no sería
políticamente correcto confesar que tanto les da lo que pase fuera de su hermética
esfera político-financiera. Se encogen de hombros: el mundo exterior no tiene
otra que aguantarse.
El solipsismo
deliberado del poder califica la indignación ciudadana de populismo, y el
populismo de veneno antidemocrático. Los antidemócratas son siempre los otros.
Ahora mismo los
sindicatos CCOO y UGT se están dirigiendo al gobierno con un listado no muy
largo pero sí jugoso de reivindicaciones pendientes. Piden un alza salarial
después de años de pérdida del poder adquisitivo, pero también una renta mínima
de inserción, un impulso a la negociación colectiva y a la concertación, más
derechos para los trabajadores, y la vuelta atrás de las reformas laborales. La
respuesta que les dará el gobierno es totalmente previsible desde ahora: «Estamos
abiertos al diálogo pero no nos moveremos un ápice de nuestra posición, que es
la única sensata.» Están abiertos al diálogo de sordos, entonces. Nuestro
Augusto seguirá escudriñando las nubes desde los ventanales de Génova a la espera de ver
aparecer (¿dónde? ¿cómo? Y sobre todo ¿por qué?) brotes verdes.