Muchos estudios de
carácter sociohistórico defienden las bondades de los sindicatos en el objetivo
de alcanzar una sociedad más igualitaria, más cohesiva y más inclusiva. El
lector interesado puede consultar uno de los más conocidos, el de Wilkinson y Pickett,
“La importancia del movimiento sindical en la reducción de la desigualdad”, en http://pasosalaizquierda.com/?p=875.
A la inversa, los
interesados en una sociedad dirigida a premiar de forma desigual los
comportamientos desiguales, han visto desde los inicios de la revolución industrial
a los sindicatos como sociedades de delincuentes culpables de maquinación para
alterar el precio de las cosas. En un lugar destacado en el
podio de quienes pensaron de ese modo cabe situar al ingeniero F.W. Taylor, que sostuvo que
el valor de un equipo de obreros que trabajan en cadena equivale al del más
perezoso y descuidado de sus componentes. Taylor creía únicamente en el
perfeccionamiento de la práctica individual como vía hacia el progreso.
Entonces, la
valoración del comportamiento positivo o negativo de los sindicatos varía mucho
según el punto de vista. Como ocurre con casi todo en este mundo cruel, que
dijo Campoamor. Desde una perspectiva más general, la época presente se
distingue por rasgos antiigualitarios muy marcados. Flota en el ambiente un nuevo
taylorismo camuflado. Del “Estado social”, inclusivo, cooperativo y solidario,
hemos pasado en rápida transición al “Estado endeudado”, que para nivelar los
malditos presupuestos recurre al recorte de los servicios sociales, saquea el
fondo para las pensiones y, en general, considera la fuerza de trabajo como una
pesada losa que entorpece el crecimiento de la economía. Para casi todos los
gobiernos en ejercicio, incluido el nuestro, no son las subidas de los salarios
las que marcan la buena salud de la coyuntura, sino las subidas rampantes de
los dividendos. Los trabajadores son considerados “sujetos pasivos” no solo a
efectos de Hacienda, sino por la reducción al mínimo de las dimensiones de su
participación en las decisiones políticas. El Parlamento es oficialmente el
órgano en el que reside la soberanía nacional, pero se ignora su carácter
representativo de la ciudadanía, y por otro lado se le hurtan las grandes
decisiones, que quedan en manos de grupos reducidos de expertos. Como en la
organización del trabajo secundum
Taylor, se dirige sin cortapisas desde el puente de mando y se obedece sin
rechistar en las filas anónimas de una sociedad amorfa, sin cualidades y sin
atributos.
En este contexto, la acción de los sindicatos
tiende a ser considerada una interferencia inadmisible en la marcha de las
cosas.
Pero conviene
evitar la querencia natural del sindicalismo a retroceder hacia el pasado, en
busca de la igualdad social perdida y del respaldo poderoso del Estado benefactor.
No solo es imposible
ese regreso; además, fue precisamente en la edad de oro añorada cuando se
plantaron los gérmenes de la situación actual. La deshumanización del trabajo
bajo la organización “científica” del taylorismo, aceptada de forma prácticamente
unánime por los sindicatos y por el pensamiento de la izquierda como moneda
de cambio para el despliegue del amplio paraguas de la protección social estatal,
fue el precedente directo de la devaluación general del trabajo que hoy se
percibe.
Urge renovar y reforzar,
en esta situación, el vínculo virtuoso entre trabajo y ciudadanía. Objetivos necesarios
para los sindicatos, en esa dirección, serían la recuperación de la negociación
colectiva en los grandes ámbitos, conseguir la implicación de nuevo en ella de
las instituciones estatales para que ejerzan la mediación y la labor de control
a la que están llamadas, y la revalorización del trabajo subordinado y
parasubordinado, en particular del empleo de carácter precario, mediante la reclamación
sostenida de nuevos derechos personales y sociales que le den visibilidad y
espesor. Esas medidas podrían dar vigor, protagonismo político e instrumentos
de intervención a una amplia alianza social y política entre personas con
estatus, aspiraciones y problemas diferentes, pero unidas por un amplio vínculo
de solidaridad surgido precisamente a partir de la recuperación de una cultura
de la diferencia.