lunes, 14 de noviembre de 2016

HACERSE EL SUECO


Leo en la prensa acerca de un documental de Erik Gandini, La teoría sueca del amor, que explica cómo el ideal de independencia germinado en la sociedad de uno de los países más avanzados del mundo en términos de logros materiales y de libertad individual, deriva en un espantoso aburrimiento generalizado.
Puede que no sea eso exactamente lo que dice el documental, sino una elaboración propia del periodista. En cualquier caso, el aburrimiento interior de los suecos, su falta de empatía y su desinterés por la calidez de la socialización en las relaciones humanas son una característica que viene de lejos en el tiempo, sin ninguna identificación comprobada con las virtudes o los defectos de la política socialdemócrata.
Es, en todo caso, la política socialdemócrata la que ha sido contaminada por esa dificultad de los suecos en poseer un “alma”, sea lo que fuere lo que entendamos por tal cosa. Los ejemplos abundan. Astrid Lindgren, la famosa autora de libros infantiles que creó a Pippi Calzaslargas, tuvo tanto éxito monetario que un año saltó la banca del escalado fiscal progresivo y se vio asignada una cuota tributaria del 102% de sus ingresos totales. El ministro de Finanzas no consiguió entender sus protestas, puesto que todo se había hecho correctamente según la ley. Pero su cerrazón no era debida, en mi opinión, al hecho de ser socialdemócrata, sino al hecho de ser sueco. En las calles de Estocolmo, cuando yo la visité, era un pecado inconcebible cruzar con el semáforo en rojo. Por más que ningún vehículo asomara en el horizonte. No había ningún tipo de evaluación autónoma de lo adecuado o inadecuado de la norma en relación con la situación concreta, sino un mandato heterónomo concebido en la forma de un imperativo categórico, que habían sido enseñados a cumplir a rajatabla.
En el metro, un borracho echó la zarpa a la atractiva delantera de una amiga uruguaya, y recibió a cambio una bofetada. El incidente sacó al pasaje de su ensimismamiento habitual: todos los suecos afearon a aquella “latina” su conducta. El magreo del beodo era feo pero comprensible; era un enfermo. En cambio, la violencia física de la agraviada era inaceptable e indisculpable.
De modo que, en mi opinión, la “teoría sueca del amor” tiene como elemento principal el hecho de ser eso, una teoría; algo en lo cual los suecos son fuertes. En el amor, en cambio, son bastante más deficientes. El amor, sin duda, es para ellos un ítem propio de los países donde florece el limonero. Pueden entender bien el incentivo último, el deseo sexual, al que es lícito entregarse si se siguen las prescripciones correctas dictadas por la higiene. No conciben en cambio la pasión, en el sentido de algo que se padece, que conmueve el alma hasta sus cimientos. En ese sentido son iguales que el señor cura que escribía una carta de amor por encargo de una muchacha en un poema de don Ramón de Campoamor: no entienden ni la primera letra del fondo del asunto.
Las tasas de suicidio en Suecia son altísimas, en comparación con las de países mucho menos “felices”. La vida no tiene allí grandes alicientes, sobre todo cuando se coaligan contra ella una naturaleza hostil y una conciencia moral puntillosa. La caída de un sueco en las garras del mal resulta particularmente abismal, un infierno sadomasoquista poblado de torturas excesivas, físicas y mentales; lo pueden comprobar leyendo novelas policiacas característicamente suecas como las de Henning Mankell, algunas de Sjöwall y Walöö, o la primera parte de la trilogía Millenium de Stieg Larsson. En el libro La partida de los músicos, de Per Olov Enquist, del que les he hablado en otra ocasión (1), se describe la situación de un esquirol, un hombre que no ha creído hacer nada malo contándole a la dirección del aserradero lo que se cocía en las asambleas de los trabajadores en huelga. Respaldado por sus creencias religiosas y por el respeto íntimo debido a las autoridades, no concibe que sus compañeros estén indignados con él por una conducta tan noble. Por fin, aislado de todos e infeliz, decide quitarse de en medio, y no le resulta nada fácil porque quiere hacerlo causando las molestias mínimas a todo el mundo. En pleno invierno carga de piedras una mochila y se dirige al estuario para hacer un agujero en el hielo y sumergirse en la nada. Pero el agujero es demasiado estrecho para que pase la mochila, y el acto final se convierte en un forcejeo sobrehumano para conseguir hundirse antes de que la muerte por congelación lo atrape medio arriba y medio abajo, con el agua por la cintura.
El problema de los suecos, entonces, no es político, sino de carácter. En mi opinión.