Estoy leyendo, por
gentileza de Javier Tébar, “Il PCI de
Luigi Longo (1964-1969)”, de Alexander Höbel, Edizioni Scientifiche
Italiane 2010. Javi conoce bien mis curiosidades de lector impenitente.
En octubre de 1964
una delegación del PCI viaja a Moscú para pedir explicaciones sobre las formas
y sobre el fondo de la destitución de Kruschev, un hecho oscuro, apenas
anunciado y mal explicado desde el hermetismo característico de la nomenklatura, que ha desatado en
occidente toda clase de especulaciones anticomunistas. La delegación italiana
está compuesta por Berlinguer, Bufalini y Sereni. El joven Enrico Berlinguer ejerce
por primera vez en su carrera como jefe de la delegación. El hecho es bastante
insólito en sí mismo, y Francesco Barbagallo lo explica retrospectivamente por
el aprecio que se tiene en la “Direzione” del partido a «su capacidad de
discusión de igual a igual con los soviéticos, madurada en los años de
dirección de la Federación mundial juvenil».
Les reciben Suslov,
Brezhnev, Podgorny y Ponomariov. Son los dos últimos quienes llevan la voz
cantante, y abroncan a los italianos con una larga exhibición de prepotencia y
de amedrentamiento. Berlinguer insiste en sus reclamaciones, sin moverse un
centímetro de su posición inicial. Bufalini recordaba años después a un Enrico
«calmo, martellante, implacabile», y aseguraba que se llegó en aquellas
sesiones «hasta el límite de la ruptura» (los documentos de archivo hechos
públicos mucho más tarde confirman que fue realmente así).
Enrico Berlinguer
se había trasladado a Roma desde su Sassari natal en 1944, apenas días después
de la liberación de la capital. Allí empezó su vida de funcionario del PCI. A
Togliatti, es sabido, le gustaba incorporar a la maquinaria del “partito nuovo”
a los hijos de las familias prominentes de una burguesía democrática de
inspiración crociana: lo hizo con Giorgio Amendola, el hijo de Giovanni; con
los Giolitti, los Ferrara. Mario Berlinguer, el padre de Enrico, estaba en Salerno
como Alto comisario para el castigo de los delitos fascistas. Mariuccia Loriga,
la madre, fallecida prematuramente, había sido cortejada asiduamente en su
mocedad por el brillante y rico Antonio Scelba, pero prefirió a Mario. La zia Ynes Siglienti apostrofó un día, ya
en Roma, a Togliatti, por hacer trabajar en la política a un muchacho cuya
mayor preocupación, si no la única, debía ser completar sus estudios. Le
preguntó si se lo habría permitido a un hijo suyo, y Togliatti le respondió: «Che c’entra, ognuno ha un suo carattere» (Qué
tiene que ver, cada cual tiene su propio carácter.)
Hay dos anécdotas reveladoras
de esos inicios duros de Berlinguer en la política nacional. La primera
corresponde a Milán, adonde fue a parar en el invierno del 45 al 46. Enrico
dormía en un habitáculo de la misma oficina en la que trabajaba de día. Era un
joven reservado, serio, lector infatigable de circulares y documentos internos.
Gillo Pontecorvo, compañero suyo entonces, cuenta que una noche, después de una
reunión extenuante, se fueron los dos a cenar y cogieron una melopea de
pronóstico. De improviso Enrico rompió a cantar a voz en cuello viejas
canciones sardas, “algunas muy subidas de tono”.
La segunda anécdota
se localiza de vuelta en Roma, donde Enrico dirigió el grupo que recompuso el
Frente de la Juventud (Fgci), que había sido disuelto por los fascistas, y
ocupó el cargo de primer secretario. Sucedió hacia el año 47. Se había comprado
una Harley Davidson, y la lucía en sus paseos obligados entre la sede del PCI
en Via Nazionale y la del Fgci en Colle Oppio. Una mañana dejó de hacerlo; el
partido le había prohibido la moto por razones de seguridad. El disgusto de
Enrico fue vivísimo, explicaba Marisa Musu, sarda como él y dirigente junto a
él del Fgci de entonces. Pero no rechistó. La forja de un dirigente implicaba,
allí y entonces, un proceso de aprendizaje bastante más largo y riguroso que en
nuestras latitudes y en los tiempos actuales.