sábado, 10 de diciembre de 2016

CUANDO EL PARTIDO VETÓ LA MOTO DE ENRICO


Estoy leyendo, por gentileza de Javier Tébar, “Il PCI de Luigi Longo (1964-1969)”, de Alexander Höbel, Edizioni Scientifiche Italiane 2010. Javi conoce bien mis curiosidades de lector impenitente.
En octubre de 1964 una delegación del PCI viaja a Moscú para pedir explicaciones sobre las formas y sobre el fondo de la destitución de Kruschev, un hecho oscuro, apenas anunciado y mal explicado desde el hermetismo característico de la nomenklatura, que ha desatado en occidente toda clase de especulaciones anticomunistas. La delegación italiana está compuesta por Berlinguer, Bufalini y Sereni. El joven Enrico Berlinguer ejerce por primera vez en su carrera como jefe de la delegación. El hecho es bastante insólito en sí mismo, y Francesco Barbagallo lo explica retrospectivamente por el aprecio que se tiene en la “Direzione” del partido a «su capacidad de discusión de igual a igual con los soviéticos, madurada en los años de dirección de la Federación mundial juvenil».
Les reciben Suslov, Brezhnev, Podgorny y Ponomariov. Son los dos últimos quienes llevan la voz cantante, y abroncan a los italianos con una larga exhibición de prepotencia y de amedrentamiento. Berlinguer insiste en sus reclamaciones, sin moverse un centímetro de su posición inicial. Bufalini recordaba años después a un Enrico «calmo, martellante, implacabile», y aseguraba que se llegó en aquellas sesiones «hasta el límite de la ruptura» (los documentos de archivo hechos públicos mucho más tarde confirman que fue realmente así).
Enrico Berlinguer se había trasladado a Roma desde su Sassari natal en 1944, apenas días después de la liberación de la capital. Allí empezó su vida de funcionario del PCI. A Togliatti, es sabido, le gustaba incorporar a la maquinaria del “partito nuovo” a los hijos de las familias prominentes de una burguesía democrática de inspiración crociana: lo hizo con Giorgio Amendola, el hijo de Giovanni; con los Giolitti, los Ferrara. Mario Berlinguer, el padre de Enrico, estaba en Salerno como Alto comisario para el castigo de los delitos fascistas. Mariuccia Loriga, la madre, fallecida prematuramente, había sido cortejada asiduamente en su mocedad por el brillante y rico Antonio Scelba, pero prefirió a Mario. La zia Ynes Siglienti apostrofó un día, ya en Roma, a Togliatti, por hacer trabajar en la política a un muchacho cuya mayor preocupación, si no la única, debía ser completar sus estudios. Le preguntó si se lo habría permitido a un hijo suyo, y Togliatti le respondió: «Che c’entra, ognuno ha un suo carattere» (Qué tiene que ver, cada cual tiene su propio carácter.)
Hay dos anécdotas reveladoras de esos inicios duros de Berlinguer en la política nacional. La primera corresponde a Milán, adonde fue a parar en el invierno del 45 al 46. Enrico dormía en un habitáculo de la misma oficina en la que trabajaba de día. Era un joven reservado, serio, lector infatigable de circulares y documentos internos. Gillo Pontecorvo, compañero suyo entonces, cuenta que una noche, después de una reunión extenuante, se fueron los dos a cenar y cogieron una melopea de pronóstico. De improviso Enrico rompió a cantar a voz en cuello viejas canciones sardas, “algunas muy subidas de tono”.
La segunda anécdota se localiza de vuelta en Roma, donde Enrico dirigió el grupo que recompuso el Frente de la Juventud (Fgci), que había sido disuelto por los fascistas, y ocupó el cargo de primer secretario. Sucedió hacia el año 47. Se había comprado una Harley Davidson, y la lucía en sus paseos obligados entre la sede del PCI en Via Nazionale y la del Fgci en Colle Oppio. Una mañana dejó de hacerlo; el partido le había prohibido la moto por razones de seguridad. El disgusto de Enrico fue vivísimo, explicaba Marisa Musu, sarda como él y dirigente junto a él del Fgci de entonces. Pero no rechistó. La forja de un dirigente implicaba, allí y entonces, un proceso de aprendizaje bastante más largo y riguroso que en nuestras latitudes y en los tiempos actuales.