viernes, 2 de diciembre de 2016

EL DILUVIO DE EDUARDO MENDOZA


Mediados los años cincuenta, Sor Consuelo, en el siglo Constanza Briones, es la madre superiora de las hermanas de la Caridad en San Ubaldo de Bassora, un pueblo minúsculo de la Cataluña rural; y como el hospital que regentan las monjas se le está cayendo a pedazos de puro viejo, acude a pedir limosna generosa a un terrateniente rico y ocioso, Augusto Aixelà de Collbató. Con juramentos, arrumacos y engaños, el galán la seduce y no deja ningún propósito por realizar con ella, en el sofá del salón de su casa pairal. Sor Consuelo, convencida de estar viviendo una gran pasión, la misma tarde abandona sin ruido el convento para reunirse con su amado. Pero en el camino es raptada por un guerrillero del maquis que la lleva a su refugio de la montaña, la previene contra las monsergas de Aixelà y le declara un amor puro y acendrado, del que la mejor prueba es el hecho de que a través de un intermediario ha depositado dos millones de pesetas en la cuenta bancaria  las hermanas, para proceder a las reparaciones oportunas del hospital. Al oír esa declaración de amor inesperada, Sor Consuelo se dice a sí misma: «No sé si Dios me somete a duras pruebas o si me está tomando el pelo.»
“El año del diluvio” (1992) no es ciertamente la novela más conocida ni la más apreciada de nuestro flamante Premio Cervantes, pero sí es la prueba del algodón de la maestría literaria de Eduardo Mendoza, puesta al servicio de una trama que oscila entre el folletín y la novela de aventuras, tratada con todas las convenciones de los dos subgéneros y al mismo tiempo trascendida por una ironía suave, muy posmoderna, que rezuma en los diálogos que marcan la contraposición de los caracteres de los personajes principales: Aixelà, resabiado y mentiroso pero encantador siempre, y Sor Consuelo, inteligente, idealista y decidida a jugarse todas sus opciones a una carta. La partida acaba en fiasco para ella, pero sin duda es él quien a la larga sale perdiendo más. Otras novelas de Mendoza, tanto entre las llamadas “serias” como en las “menores” (los adjetivos resultan muy discutibles para según qué títulos), siguen la misma pauta: son las mujeres las que arriesgan y toman las decisiones importantes; los hombres mariposean, contemporizan y se dejan querer.
Digno de todos los elogios, por otra parte, ha sido quien haya tomado la decisión última de premiar a Mendoza con el Cervantes. Había grandes posibilidades de elegir peor.