Mediados los años
cincuenta, Sor Consuelo, en el siglo Constanza Briones, es la madre superiora
de las hermanas de la Caridad en San Ubaldo de Bassora, un pueblo minúsculo de
la Cataluña rural; y como el hospital que regentan las monjas se le está
cayendo a pedazos de puro viejo, acude a pedir limosna generosa a un
terrateniente rico y ocioso, Augusto Aixelà de Collbató. Con juramentos,
arrumacos y engaños, el galán la seduce y no deja ningún propósito por realizar
con ella, en el sofá del salón de su casa pairal. Sor Consuelo, convencida de
estar viviendo una gran pasión, la misma tarde abandona sin ruido el convento
para reunirse con su amado. Pero en el camino es raptada por un guerrillero del
maquis que la lleva a su refugio de la montaña, la previene contra las
monsergas de Aixelà y le declara un amor puro y acendrado, del que la mejor
prueba es el hecho de que a través de un intermediario ha depositado dos
millones de pesetas en la cuenta bancaria
las hermanas, para proceder a las reparaciones oportunas del hospital. Al
oír esa declaración de amor inesperada, Sor Consuelo se dice a sí misma: «No sé
si Dios me somete a duras pruebas o si me está tomando el pelo.»
“El año del diluvio”
(1992) no es ciertamente la novela más conocida ni la más apreciada de nuestro
flamante Premio Cervantes, pero sí es la prueba del algodón de la maestría
literaria de Eduardo Mendoza, puesta al servicio de una trama que oscila entre
el folletín y la novela de aventuras, tratada con todas las convenciones de los
dos subgéneros y al mismo tiempo trascendida por una ironía suave, muy
posmoderna, que rezuma en los diálogos que marcan la contraposición de los caracteres
de los personajes principales: Aixelà, resabiado y mentiroso pero encantador
siempre, y Sor Consuelo, inteligente, idealista y decidida a jugarse todas sus
opciones a una carta. La partida acaba en fiasco para ella, pero sin duda es él
quien a la larga sale perdiendo más. Otras novelas de Mendoza, tanto entre las
llamadas “serias” como en las “menores” (los adjetivos resultan muy discutibles
para según qué títulos), siguen la misma pauta: son las mujeres las que
arriesgan y toman las decisiones importantes; los hombres mariposean,
contemporizan y se dejan querer.
Digno de todos los
elogios, por otra parte, ha sido quien haya tomado la decisión última de
premiar a Mendoza con el Cervantes. Había grandes posibilidades de elegir peor.