Me produce cierto
sonrojo ajeno darme cuenta, gracias a un artículo firmado por Hugo Gutiérrez y
publicado en elpais (1), de que el Foro Económico Mundial ha descubierto la
sopa de ajo. Llaman al invento “intraemprendedores”, y los definen como
personas que innovan con proyectos dentro de las empresas. Cualquier trabajador
que haya participado en rutinas colectivas dentro de empresas en las que se
llevan a cabo procesos productivos complejos, o bien cualquier sindicalista de cierta experiencia, podría haberles dicho que tal
cosa ocurre desde siempre, poco más o menos, y que el mundo del trabajo moderno
no lo creó el ingeniero Taylor, sino que ese tuercebotas aficionado lo que hizo
fue causar un desastre cósmico con su pepla del gorila amaestrado, de que el
trabajador manual no debía pensar, y de que una organización científica del
trabajo debía estar basada en el rendimiento individual de cada trabajador, y
no en el colectivo de una plantilla adiestrada y bien coordinada, de cuya
colaboración inteligente surge siempre y de forma natural el tipo de “intraemprendimiento”
que ahora se presenta como novedoso. Sospecho para mí, aunque por razones
obvias carezco de pruebas materiales con las que reforzar mi argumento, que los
orígenes del asunto se remontan a los cazadores cromañones, que pusieron en
común diversas sutilezas con las que incrementar la eficiencia en la caza del
mamut, a fin de reducir riesgos profesionales para los cazadores y llevar a
cabo la tarea en condiciones óptimas para el bienestar de la tribu. En
cualquier caso, la urdimbre de la quisicosa del intraemprendimiento era bien
conocida ya en épocas razonablemente lejanas, como podrá comprobar quien lea el
artículo clarificador y muy instructivo que colgó hace algunos días Pedro López
Provencio en las páginas de un blog hermano (2).
Hay dos formas de
concebir el trabajo, como hay dos formas de concebir los objetivos de una
empresa. La primera supone que el trabajo es una fuerza bruta, ciega, abstracta,
domeñable a duras penas, que algunas personas inteligentes a las que se denomina
“emprendedores” utilizan en su propio beneficio privado y con un costo mínimo,
equivalente más o menos a la tasa de mantenimiento y reproducción de esa fuerza
anónima. La segunda plantea el trabajo como una operación colectiva en base a
un proyecto común que implica tanto al dador como a los prestadores de trabajo,
y en el que el objetivo último es una utilidad social concreta, no limitada al
grupo productor sino extensible necesariamente a la sociedad en su conjunto. La
primera opción, basada en la rapiña y en el beneficio privado, conduce de forma
inevitable a la desigualdad, a la opresión y al deterioro irreversible de los
bienes de la naturaleza y de los de la convivencia. La segunda, en último término,
aspira a la liberación de la humanidad del reino de la necesidad en el que está
inmersa, y a su emancipación en una sociedad más rica, más culta y más feliz,
inserta en plena armonía con la naturaleza.
El “intraemprendimiento”,
para llamarlo con el nombre que le da el Foro Económico Mundial, está situado
objetivamente en la segunda opción antes descrita. Supone trabajo inteligente y
trabajo cooperativo, dos cualidades del trabajo que Frederick W. Taylor negaba
con acaloramiento.
Según las
clasificaciones publicadas por el FEM, España figura a la cola de las naciones
europeas en los parámetros del intraemprendimiento (puesto 26 sobre 28). Lo
extraño sería lo contrario dada la cerrilidad particular del empresariado español,
demostrada por enésima vez por el señor Rosell, primus inter pares de la CEOE,
la principal organización empresarial española, al tronar contra la propuesta
de reforma del impuesto de sociedades, de la misma forma que ha tronado
siempre, y seguirá tronando, contra cualquier medida progresiva en el terreno
social y laboral. Con estos bueyes hemos de arar.