jueves, 29 de diciembre de 2016

EL AÑO EN QUE SE NOS MORÍAN LAS MUJERES


Cuarenta y ocho horas tan solo después de que se nos fuera la princesa Leia, y cuando aún no habíamos digerido la desaparición consecutiva de su madre, Debbie Reynolds, llega a nuestros cuarteles de invierno en Egáleo la noticia del fallecimiento inesperado y doloroso de otra madre mítica, al menos para la familia que estamos aquí a merced de una ola de frío y una tormenta de nieve. En Barcelona, María Costa se nos ha ido en silencio, lejos de nosotros ya de forma definitiva y para siempre.
Había asumido el papel de “madre de Glòria” (Gutiérrez) hacia nosotros de forma tan entregada como eficaz, ya en los años en los que acogía en Verges a Carmen y a nuestros dos hijos en los fines de semana en los que yo andaba enredado con reuniones de consells sindicales o de comités centrales; y les consolaba de mi ausencia con manjares deliciosos y contundentes, conseguidos en la cansaladería de cuatro puertas más allá, convertida a todos los efectos en institución benéfica. Y en las ocasiones en las que también yo estuve libre para subir al Empordanet, se desvivía en rodearme de mimo y de seques amb botifarra, en cantidades homéricas ambas cosas, hasta el punto de convertir en compromisos difíciles no solo mis digestiones, que ya tal, sino incluso las de su marido Antoni, cuyo saque fue siempre bastante más poderoso que el mío.
Esa especial aura de protección generosamente alimenticia hacia mí se mantuvo siempre. María era una mujer chapada a la antigua, y los hombres de su vida – entre los que fui un intruso benévolamente acogido – ocupábamos un lugar siempre destacado y blindado por completo contra los sinsabores ordinarios de la vida. Hace pocos años, en una de las ocasiones en las que la tuvimos de invitada, con Glòria, en Sant Pol de Mar, sufrió un acceso de angustia cuando vio después de los postres y el café que me estaba reservada la tarea humilde, pero no por tal razón necesariamente femenina, de fregar platos y cubiertos. Mientras Carmen y Glòria seguían su charla apacible en la terraza, ella tomó la iniciativa de levantarse para ayudarme, e incluso se puso un delantal que encontró colgado de un gancho.
– María, tú eres la invitada aquí, no tienes que ayudarme – le encarecí, al ver que se colocaba muy decidida a mi lado.
Y a ella, por única vez en relación conmigo, después de tantos años de amistad infaltable, le borboteó la indignación en la voz al reivindicar con dureza su libertad y su albedrío:
– ¡Yo hago lo que me da la gana!
En mi corazón se ha abierto un hueco para ella.