Cuarenta y ocho
horas tan solo después de que se nos fuera la princesa Leia, y cuando aún no
habíamos digerido la desaparición consecutiva de su madre, Debbie Reynolds, llega
a nuestros cuarteles de invierno en Egáleo la noticia del fallecimiento
inesperado y doloroso de otra madre mítica, al menos para la familia que estamos
aquí a merced de una ola de frío y una tormenta de nieve. En Barcelona, María
Costa se nos ha ido en silencio, lejos de nosotros ya de forma definitiva y para
siempre.
Había asumido el papel
de “madre de Glòria” (Gutiérrez) hacia nosotros de forma tan entregada como eficaz, ya en los
años en los que acogía en Verges a Carmen y a nuestros dos hijos en los fines
de semana en los que yo andaba enredado con reuniones de consells sindicales o
de comités centrales; y les consolaba de mi ausencia con manjares deliciosos y
contundentes, conseguidos en la cansaladería de cuatro puertas más allá, convertida
a todos los efectos en institución benéfica. Y en las ocasiones en las que
también yo estuve libre para subir al Empordanet, se desvivía en rodearme de
mimo y de seques amb botifarra, en cantidades homéricas ambas cosas, hasta el
punto de convertir en compromisos difíciles no solo mis digestiones, que ya
tal, sino incluso las de su marido Antoni, cuyo saque fue siempre bastante más
poderoso que el mío.
Esa especial aura
de protección generosamente alimenticia hacia mí se mantuvo siempre. María era
una mujer chapada a la antigua, y los hombres de su vida – entre los que fui un
intruso benévolamente acogido – ocupábamos un lugar siempre destacado y blindado
por completo contra los sinsabores ordinarios de la vida. Hace pocos años, en
una de las ocasiones en las que la tuvimos de invitada, con Glòria, en Sant Pol
de Mar, sufrió un acceso de angustia cuando vio después de los postres y el
café que me estaba reservada la tarea humilde, pero no por tal razón
necesariamente femenina, de fregar platos y cubiertos. Mientras Carmen y Glòria
seguían su charla apacible en la terraza, ella tomó la iniciativa de levantarse
para ayudarme, e incluso se puso un delantal que encontró colgado de un gancho.
– María, tú eres la
invitada aquí, no tienes que ayudarme – le encarecí, al ver que se colocaba muy
decidida a mi lado.
Y a ella, por única
vez en relación conmigo, después de tantos años de amistad infaltable, le
borboteó la indignación en la voz al reivindicar con dureza su libertad y su
albedrío:
– ¡Yo hago lo que
me da la gana!
En mi corazón se ha
abierto un hueco para ella.