Planteémoslo en
clave de novela negra: alguien asesinó al Estado en algún momento de los años setenta,
probablemente en un callejón trasero próximo a una avenida concurrida en la que
el ruido del tráfico ahogó las explosiones del arma utilizada (¿un Smith &
Wesson, revólver propio de profesionales?)
Leo un libro sobre
el PCI de los años sesenta, con la sensación extraña de bucear en un tratado de
arqueología etrusca, o algo de un género parecido. El gran problema que apasionaba
a la clase política era entonces la modernización de los aparatos productivos.
Es decir, algo similar a lo que está ocurriendo ahora mismo, salvo que ahora el
tema no deja la menor huella en los debates del Congreso ni en las columnas de
opinión de la prensa diaria o de las revistas políticas de carácter partidario
(si existen).
En los años sesenta
y en un país como Italia, la gran cuestión a debatir era la programación
económica democrática. Desde el Estado, y activando los mecanismos de decantamiento
de la soberanía nacional, era preciso marcar prioridades en el desarrollo y encauzar
las inversiones públicas en direcciones que supusieran un progreso social y una
riqueza adecuadamente distribuida entre todos. El enemigo, según estas concepciones
políticas que hoy suenan tan raro, eran los monopolios. El Estado era el
terreno de la lucha entre la democracia económica y el establishment
monopolístico. Todos los partidos y todas las clases sociales estaban implicados
en esa batalla, porque de batalla se trataba. (En el régimen español de “democracia
orgánica” las cosas fueron bastante diferentes, pero aun así se vivió en la misma
época una tensión inaudita entre los “tecnócratas”, defensores de la
modernización mediante una “planificación indicativa” que en realidad hacía el
caldo gordo a los monopolios, a los que estaban ligados los promotores por un
entramado espeso de relaciones familiares, de amistad, profesionales e incluso
sectarias – Opus Dei –, y del otro lado los “azules” perdidos aún en la
nostalgia de la autarquía y en las esencias intemporales de un capitalismo
extractivo atrasado, pivotante sobre la figura histórica crucial del “señorito”.)
Si en España el
Estado importaba ya entonces muy poco a efectos de ejercicio de la soberanía
nacional, en otros países las cosas se tomaron muy en serio. La izquierda política
española estaba en la clandestinidad o en el exilio; solo los nuevos
sindicatos, reprimidos pero indomables, se confrontaron en orden disperso en
una lucha de guerrillas contra el neocapitalismo. La izquierda italiana, en los
mismos años, se planteaba la posibilidad del sorpasso (el único, el auténtico; desconfíe de las imitaciones) y veía
la batalla por la democracia económica y por la modernización racional y
programada de los aparatos productivos como un jalón en el camino hacia la
superación de un capitalismo “en su punto más alto de desarrollo”.
Llegaron los años setenta,
la Moneda fue bombardeada, se extendió por doquier el neo-orden tutelado por las
instancias financieras supranacionales, y el Estado, aquel gigante hercúleo,
fue abatido entre dos luces por un sicario (¿se llamaba este por ventura
Friedman, o Hayek?) en un callejón oscuro.
Hoy la palabra monopolio
no se utiliza ya, salvo para cuestiones inesenciales: es vocabulario obsoleto. No
es que los monopolios ya no existan, al revés, son más fuertes que nunca, pero
es obsceno referirse a ellos por su nombre: como el viejo Yahvé, ellos son los
que son, y punto. La programación económica no se sitúa en el terreno político
sino en el corazón de los grandes conglomerados de empresas, y nunca tiene un
carácter democrático. El derecho laboral está en ruinas, el trabajo en migajas,
el empleo decente es una especie en peligro de extinción.
Este no es un canto
a las virtudes del finado. En su época de esplendor el Estado fue
insoportablemente autoritario, caprichoso y dúctil a los deseos más adivinados
que expresados en voz alta de los poderes fácticos. No obstante, era un sujeto
político, “el” sujeto político por excelencia. En determinados momentos, según
una expresión de Bruno Trentin, era el Estado quien creaba y conformaba en su
torno a la sociedad civil. Sus presuntas herederas, las fuerzas de izquierda,
expropiadas con malos modos de aquel inmenso patrimonio común, seguimos
alimentando una sensación aguda de orfandad.