La Corte de
Justicia de la República, un tribunal de carácter político creado ex profeso para juzgar con
benevolencia a los políticos franceses, ha dictado sentencia contraria a
Christine Lagarde por un delito de “negligencia” en el escándalo Tapie.
Bernard Tapie
reclamaba plusvalías no tenidas en cuenta en la venta de Adidas, hecha con
intermediación de Crédit Lyonnais; y el asunto llevaba años empantanado en los
juzgados. El multimillonario, buen amigo de Nicolas Sarkozy, recurrió entonces
a un meandro jurídico arquetípico. Ayudó con fondos sustanciosos a la elección
de Sarkozy como presidente (2007), y este, vía su superministra de Economía,
Finanzas, Industria y Empleo (adivinen su nombre: Lagarde, ¿quién si no?), le
arregló un arbitraje privado para desbloquear la situación. Es el esquema
archisabido del “n” (el 3 queda corto casi siempre) por ciento, el clásico do ut des, te doy para que me correspondas,
del derecho clásico romano.
No obstante, un
arbitraje privado para resolver un asunto público en el que se juegan los
dineros del contribuyente, no puede ser considerado una solución cristalina
desde el punto de vista jurídico. En este caso, además, la resolución favorable
a Tapie le supuso una ganancia a todas luces abusiva, 403 millones de euros, de
ellos 45 debidos a “perjuicio moral”; cosa no solo arbitraria (algo que a fin
de cuentas podía esperarse de un arbitraje), sino faraónica, es decir, propia
de imperios remotos y no de la tenaz
escrupulosidad jurídica del país en el que triunfó la gran revolución histórica
igualitaria.
El expediente del
arbitraje privado fue anulado por la justicia francesa el año pasado, y Lagarde
fue llamada a rendir cuentas de su gestión en el asunto. La ex ministra es hoy
directora gerente del FMI, cargo que fue ocupado antes de ella por Rodrigo Rato
y Dominique Strauss-Kahn: la nómina basta para hacernos una idea de la conducta
intachable y la dedicación escrupulosa que se exige a quienes desempeñan una
función tan delicada.
Lagarde se excusó ante
los jueces diciendo que todo se hizo a sus espaldas, dado que por entonces ocupaba
todo su tiempo en combatir la crisis financiera recién abierta por la quiebra
de Lehmann Brothers. (Entre nosotros, tampoco en este campo de actuación
desarrolló la señora una labor meritísima, si hemos de juzgar por los
resultados.) El tribunal la ha condenado por negligencia, pero no por todo lo
relatado hasta ahora, sino porque tampoco recurrió en tiempo y forma la catarata
de millones que unos “árbitros” privados, y ciertamente amistosos, habían volcado
sobre Tapie con cargo a las arcas del Tesoro francés. Ni siquiera ha podido
alegar distracción Lagarde; ella misma dio por cerrado el caso, antes de que se
cumpliera el plazo para recurrir. No todo, así pues, se hizo "a sus espaldas", ni podía alegar ignorancia.
Lo bonito de este
caso “de manual”, ilustrativo de la codicia de los poderosos pero por lo demás
banal, es que la misma Corte que ha dictado sentencia en contra de Lagarde, no
la ha condenado a ninguna pena, y tampoco hará constar su veredicto en los
antecedentes penales de la ex ministra. Para esa extraña contradicción en los
términos (condeno sin condenar y dicto sentencia para borrarla de inmediato a
todos los efectos), se ampara la Corte en una presunción favorable a la rea,
dadas su prominente personalidad internacional y las terribles circunstancias
del país en los años 2007-2008.
En circunstancias
no tan terribles como las consideradas en el fallo, el ejercicio de una función
pública conllevaba un deber de ejemplaridad, tanto mayor cuanto más prominente era
el puesto desempeñado. Que ese principio secular se invierta ahora, y la función
pública sea considerada una atenuante para la negligencia probada en el
cumplimiento de las obligaciones propias del cargo, indica un cambio neto de
tendencia: se eliminan los controles en favor de la ciudadanía para la
actuación de los funcionarios públicos, y los poderosos gozan de la presunción de su
propia irresponsabilidad.
Se está dando por
consiguiente, y esto es particularmente grave, un corrimiento en el marco de los
derechos establecidos, que debería ser inamovible para garantía de todos: hoy
los derechos son menos para los ciudadanos, y más para los gobernantes.