viernes, 9 de diciembre de 2016

TRABAJO ÚTIL, TRABAJO SOSTENIBLE


El calendario marca hoy la primera prioridad para el comentario en esta bitácora que viene a ser, y no pretende otra cosa, una caja de resonancia de algunos sucesos de sustancia ocurridos por nuestras rodalías, así geográficas como espirituales. Hoy hace noventa años nació en Pavie (Gers, Aquitania) Bruno Trentin. En el blog hermano “Metiendo Bulla” lo recuerda el maestro José Luis López Bulla con el discurso sobre Trabajo y Conocimiento que dio Bruno en la efemérides en la que fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Venecia, el día 3 de septiembre de 2002. Quienes lo necesiten, tienen aquí el link: http://lopezbulla.blogspot.com.es/2016/12/trabajo-y-sindicato.html
Trabajo y conocimiento vienen a ser considerados términos antitéticos en círculos muy amplios de lo que en determinado chotis vino a ser definido como «la crema de la intelectualidad». O caja o faja, o uno pone sus anhelos en el conocimiento, cosa demostrativa a posteriori de la naturaleza elevada de su espíritu, o se reduce al trabajo, que nunca está libre de un componente de animalidad. La cosa viene de lejos, nada menos que del Génesis, libro en el cual un personaje de nombre Yahvé, caracterizado a partir de ese momento como autoridad indiscutible en estas cuestiones, condenó a Adán a «ganar el pan con el sudor de su frente», y algo tan normal y tan humano como esa circunstancia vino a ser unánimemente considerado una maldición terrible.
Andando el tiempo es Cicerón, el “pico de oro” de la civilización romana, quien remacha el clavo: «El dinero que proviene de la venta de tu trabajo es vulgar e inaceptable para un caballero… porque los sueldos son efectivamente las cadenas de la esclavitud» (en el tratado Sobre los deberes). El ocio (sostenido, eso sí, por grandes cantidades de trabajo ajeno) significa nobleza; el negocio, es decir lo que no es ocio, es su contrario indeseable.
Tenemos seguramente que aterrizar en Calvino para encontrar una caracterización positiva del trabajo y de los negocios: el éxito material en este mundo era para el reformador ginebrino prueba de predestinación para una eternidad feliz en el otro. Pero se trata del trabajo para sí mismo, del esfuerzo individual con el fin de obtener un resultado también individual; es, en una palabra, el espíritu del capitalismo, y no hay en él ninguna idea de redención universal, como “género humano”, por medio del trabajo social, ni de liberación colectiva de unas cadenas que son, sin embargo, seculares y muy visibles.
Después viene Carlos Marx. Y la aportación de Bruno Trentin al pensamiento de Marx se produce en una encrucijada muy particular de la historia: en el momento en que quiebra en el mundo todo un modelo de organización política y social basada en el paradigma de la fábrica fordista. Detrás del fordismo está latente una consideración del trabajo asalariado que deriva de la vieja maldición bíblica y ciceroniana: quien trabaja es porque no puede dedicarse a menesteres más nobles y más dignos. La producción de mercancías y de servicios ha adquirido un ritmo trepidante; producir más se ha convertido en el nuevo evangelio, en el signo visible de superioridad de una civilización sobre los demás.
Las nuevas tecnologías apuntan a una reconsideración global de ese terrible esfuerzo físico sostenido y uniformemente acelerado. Pero además otros factores revelan de pronto ese “progreso científico” ficticio como algo imposible en sí mismo. Es en primer lugar la factura energética la que señala a los aparatos productivos más avanzados que el tiempo de las cerezas ha concluido. La primera crisis del petróleo, en 1973, deja claro para todos que el mundo no va a poder seguir su carrera al mismo ritmo.
Por las mismas fechas se producen las primeras alertas sobre el efecto invernadero y el agujero creciente en la capa de ozono. Es un aviso desoído sistemáticamente, objeto por parte de políticos pontevedreses (por ejemplo) de lucidos chascarrillos de barra de bar. La sociedad productiva prefiere no enterarse de la vaina. Pero se hace más evidente cada día el hecho de que la producción por la producción, la cantidad y diversidad profusas de mercancías de todo tipo, no tiene ya futuro en este mundo limitado.
En este contexto debería haberse abierto paso en el nuevo paradigma de la producción la conexión indispensable entre trabajo y conocimiento; la idea de un para qué del trabajo, en lugar de más y más cantidad de trabajo como imperativo categórico; la percepción del trabajo como el principio organizador de las sociedades, y la necesidad de que esa fuerza hercúlea de trabajo sea beneficiosa para el conjunto, y sea además sostenible en el tiempo, sin permitir que la codicia privada arrase los bienes que la naturaleza ofrece a todos, a manos llenas, sí, pero en cantidades insuficientes para poder asumir un expolio acelerado e indefinido.
La división entre unos “sabios” que organizan la producción y unos “brutos” que ejecutan a ciegas las órdenes que les dan los primeros, carece de racionalidad y de sentido. Todo trabajo es trabajo inteligente, en la medida en que pone a contribución unos medios limitados para alcanzar un fin deseable.
Que ese fin haya de ser el engorde ilimitado de los billeteros de unos accionistas, es una de las mamarrachadas más delirantes que pueda haber ideado esta humanidad paranoica. O damos otro sentido al trabajo – al trabajo positivo, útil, sostenible –, o los parásitos acabarán con nosotros. Ya lo están intentando, con todas sus fuerzas.
Nadie diga que la propuesta de un trabajo humano, libre, consciente, racional, socialmente útil, es un imposible. Si hicieran falta pruebas de ello, ahí queda la defensa apasionada y lúcida del trabajo como vehículo del conocimiento en la obra del sindicalista, pensador y sociólogo Bruno Trentin, nacido en el exilio francés en los años de hierro del fascismo mussoliniano, y muerto en Roma el 23 de agosto de 2007. Hace poco más de nueve años.