Los prejuicios
tienen la piel dura; algunos, durísima. Por alguna razón, a la sociedad le
cuesta percibir que las mujeres tienen una vida individual, una personalidad
propia; no son apéndices de otros seres humanos que, ellos sí, son “completos”.
Hay elogios infames: «Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer.» ¿Por qué
coño (nunca mejor dicho), detrás?
La santa madre iglesia
no ha ayudado nunca a la clarificación; sigue considerando a las mujeres “clase
de tropa”, indignas del sacerdocio como en tiempos fueron consideradas indignas
del voto, de los estudios superiores y de tantos otros privilegios del varón,
el único hecho a imagen y semejanza de dios, porque Eva nació de su costilla. Y
no ayudan tampoco, en absoluto, los esfuerzos patéticos del papa Francisco para
situarlas en su perfil más favorecedor: «La mujer es lo más bonito que hay en
este mundo, la Iglesia tiene nombre de mujer…»
La gran lucha de
las mujeres no va dirigida aún a la consecución de la igualdad, sino a un
objetivo previo y más modesto: la consecución de la visibilidad. Visibilidad
más allá de la imagen glamurosa creada como artificio para recreo del varón;
visibilidad como lucha contra el prejuicio arraigado de que son algo anónimo,
genérico, que está ahí para que los varones nos sirvamos de ellas como del agua
de las fuentes o los frutos de los árboles.
Me costó algunas
horas de búsqueda, ayer, dar con el nombre de Victòria Bertran, la compañera
estúpidamente asesinada por un varón atravesado por las fobias y los complejos.
El nombre y la foto de él salían en todas partes; el nombre de ella, casi en
ninguna. Ni siquiera en la muerte le era reconocida y restituida su
personalidad individual: quedaba reducida al género.
Hoy me llega hasta
Egáleo un llamamiento de Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, a rendir
reconocimiento y homenaje a Victòria Bertran. Como sus argumentos coinciden a
pies juntillas con mis reflexiones, lo traduzco en sus mismos términos:
«Un hombre ha asesinado a una mujer en Barcelona. No
digo “su” mujer, aunque estuvieran casados, porque precisamente el hecho de
considerarla “suya” ha sido, en este caso, el motivo injustificable de este crimen
horrible.
Resulta que el hombre era conocido, un periodista
famoso.
La mujer era médica, en un ambulatorio de barrio.
Los primeros artículos de prensa se llenaron de
datos de la biografía de él. Nos explicaban su vida profesional, sus éxitos,
sus apariciones públicas y opiniones políticas… también nos daban detalles de
su enfermedad, de su operación reciente…
De ella no sabíamos ayer ni el nombre, porque los
primeros titulares hablaban de “su mujer”, y siempre de forma pasiva, como
complemento directo de oraciones en las que el sujeto era él, el asesino.
Que la hubiera matado parecía una cosa secundaria
porque lo importante era que él, alguien importante, había muerto.
Mañana hemos convocado un minuto de silencio, a las
12, en la plaza de San Jaime, para mostrar el rechazo absoluto de esta ciudad a
los asesinatos machistas. Espero que la plaza se llene, y que los que no podáis
venir, hagáis ese minuto allí donde estéis.
Mientras tanto habrá tiempo para los matices, habrá
tiempo para los detalles de interés periodístico, pero la noticia que ahora ha
de interpelarnos, la que debemos exigir por rigor y justicia, es esta: “La
doctora Victòria Bertran ha sido asesinada por su marido.”
Hoy no es él el importante, sino ella, y el injusto
sufrimiento de su familia, amigos y compañeros de trabajo, a los que esta
ciudad acompaña en su dolor.»
Así sea.