El arte de hacer
pagar a justos por pecadores ha sido una de las constantes de la estrategia política
más sofisticada, en todos los tiempos. Se considera al tetrarca Herodes el
Grande su inventor, pero se trata de un galardón dudoso; de hecho, la idea es tan
lógica que cae por su propio peso, como la manzana de Newton. Hoy mismo, los
ataques yihadistas con bomba o con camioneta en Bruselas, Niza o París, son
puntualmente respondidos con bombardeos masivos en Raqqa o bien en Alepo. Son
bombardeos “a la sanfasón”, como explica Camilleri que fue el célebre “bummardamento
dei miricani” en Vigáta, el año 42, en un libro que empecé a leer anoche. O
sea, para entendernos, el lanzamiento de los proyectiles explosivos no sigue un
orden estricto inscrito en los protocolos de la guerra, sino que se ajusta al
viejo principio de a quien Dios se la dé (la bomba, claro), San Pedro se la bendiga.
Retrocediendo en el
tiempo, Simón de Montfort ordenó pasar a cuchillo a todos los cátaros después
de tomar Béziers por asalto. Le preguntaron sus acólitos cómo podrían reconocer
a los herejes en aquella multitud, puesto que todos parecían iguales. Su
respuesta fue digna de Herodes, o para el caso de Hollande: “Matadlos a todos,
Dios reconocerá a los suyos.”
Celebramos hoy el
día de los Inocentes, y es el recuerdo más tierno, más delicado y a propósito
de todo el santoral. Inocentes que cargan con las culpas de otros: inocentes de
presupuestos deficitarios, de rescates bancarios, de reestructuraciones de
sectores productivos, etcétera, sobre cuyas espaldas ya baqueteadas desde antes
vienen a recaer las culpas nuevas de las alegrías y los despilfarros de tantos
expertos, tantos ministros, tantas troikas como pasan por el mundo sin reproche,
después de dejar «sus cuidados entre las azucenas olvidados», según se expresó con
elocuencia, a propósito de otro asunto, San Juan de la Cruz.
Herodes, puesto
ante diez mil infantes de uno de los cuales, pero a saber cuál en concreto, una
información privilegiada le había dado noticia de que había de suplantarle
llegado el tiempo oportuno en el trono de Galilea, consideró una medida
prudente y enérgica ordenar la degollina de los diez mil. Mataba de ese modo
dos pájaros de un tiro, como suele decirse: con aquella gente ruda y
levantisca, si no los eliminaba ahora, lo más probable era que treinta años más
tarde hubiera de colgarlos de diez mil cruces, cosa obviamente antieconómica; y
de paso se ahorraba una pasta en trigo importado del delta del Nilo para el
sustento de la población.
– Pero es una
barbaridad matarlos a todos, Hero – debió de protestar, imagino, su señora a la
hora del desayuno.
– Qué sabrás tú de
alta política – replicaría el tetrarca de mal humor, ajustándose la toga.
No invento nada que
no esté ocurriendo todos los días.