Anteayer José Luis
López Bulla reprodujo en su blog un post mío (sobre la economista Ann Pettifor), y añadió unas reflexiones interesantes sobre lo viejo, lo nuevo, el trabajo
y el sindicato (1). Retomo ese diálogo. No exclusivamente sobre mis espaldas;
traeré a colación en este tema a un amigo por desgracia recientemente
desaparecido, Riccardo Terzi.
José Luis cita una
frase de Terzi sobre la necesidad de que el sindicalista sea al mismo tiempo un
experimentador social. He escrito “al mismo tiempo”. Intento evitar equívocos: de
otro modo alguien podría entender que lo que se propone es que el sindicalista “se
convierta” en un experimentador social. No van por ahí los tiros; podríamos
saltar a la conclusión, falsa, de que el sindicalismo es “lo viejo”, y lo nuevo
es la experimentación. El sindicalismo no es viejo porque, por más que haya cumplido
ya muchas primaveras, se renueva constantemente. Es esa renovación lo que tiene
que ver con la experimentación social, con el aguzamiento de las antenas para detectar
realidades perceptibles, aunque ocultas a veces debajo de la rutina.
Nada, entonces, de:
“o sindicalismo, o experimentación”. No hay disyuntiva, lo primero incluye lo
segundo.
Cuando se hace
bien. Cuando el centro de la actividad es el lugar de trabajo, sujeto a mil y
un imponderables que varían de día en día, casi de hora en hora. Cuando la
acción sindical no es un remanente, algo que se desarrolla al final de la
jornada en la “casa” sindical.
Una expresión feliz
del jurista Umberto Romagnoli, que he citado muchas veces antes y seguiré
citando, compara el sindicato con un centauro, por su naturaleza híbrida: tiene
los pies hundidos en el suelo social, y la cabeza erguida en el cielo de las
instituciones.
Nuestros sindicatos
están inscritos en la Constitución, tienen un deber constitucional que cumplir
en el estado de derecho diseñado por nuestra ley suprema. No les han puesto
fáciles las cosas las sucesivas “reformas” laborales; pero la función social de
los sindicatos representativos en una concertación erga omnes, es decir no limitada a sus propios socios, es algo
escrito en bronces. No va a ser fácil que lo ignore el actual “estado de
torcido” que nos desgobierna.
Además de afirmar
la posición erguida de su cabeza en las doradas nubes del Olimpo institucional,
el centauro sindical tiene necesidad de pisar con brío el suelo social que lo
sostiene. En la medida en que aquí están, estos son – y lo seguirán siendo –,
los trabajadores y no los robots, los que aguantan la nación, en la medida en
que el trabajo productivo ocupa – y seguirá ocupando – un lugar central en la
política correctamente entendida, la centralidad de la acción sindical debe
necesariamente sostenerse y afianzarse en los millones de personas que ocupan
puestos de trabajo (precarios, temporales, a tiempo parcial, lo que sea) en
lugares definidos de trabajo (no hablo aquí de “centros” de trabajo, por la dispersión
y la fragmentación que predomina en los procesos productivos y de la prestación
de servicios). Y en condiciones difíciles por el aislamiento en el que muchas
veces se lleva a cabo la actividad laboral, el sindicalista debe necesariamente
llegar hasta las personas concretas, sin contentarse con barajar categorías
abstractas de trabajadores. Personas singulares, todas y cada una de ellas
importan. Y debe escucharlas, y conocer a fondo sus prioridades y sus
exigencias, para empoderarlas de forma que protagonicen en primera persona toda
la larga saga de concertación colectiva, tensada por el conflicto y la
movilización, que conducirá a una mejora pactada de las condiciones salariales
y organizativas colectivas que determinan el trabajo de cada cual. A eso se le
llama democracia industrial.
Por eso es
importante la experimentación social en el sindicalista, sin que por ello deje
de ser sindicalista, sino al contrario; para serlo más y mejor. Porque él no es
el protagonista, sino el vehículo mediante el cual el protagonista real, la
voluntad colectiva libremente debatida y expresada desde abajo, puede abrirse
paso hasta desembocar en cambios legislativos y en reformas estructurales que
apuntalen un estado, un mundo, más justo.
No solo entonces el
sindicalista es experimentador social; también ha de ser filósofo, si sacamos
el concepto de filosofía de los ateneos y lo llevamos a la calle y a la empresa.
El propio Riccardo Terzi expresó la idea de la siguiente forma: «Pienso que el sindicato, en el
momento en que profundiza su función de representación, puede ser el portador
de una nueva cultura. Un sindicato autónomo, que tiene su fuerza en sí mismo, y
que no se deja enredar en las maniobras de la política. En mis arrebatos más
idealistas he llegado a hablar de un sindicato «filosófico», que busca
representar a las personas en toda la complejidad de su condición, y que para
eso busca respuesta a las preguntas fundamentales.»