Hoy hace ochenta
años que murió en Roma Antonio Gramsci. Estaba internado en la clínica
Quisisana debido al deterioro irreversible de su salud, y técnicamente se
encontraba en libertad condicional después de muchos años de prisión y de maltrato en las cárceles mussolinianas. En la tarde del 25 de abril sufrió una
hemorragia cerebral, y murió a las 16.10 del día 27. Junto a él estuvo en todo
momento su cuñada Tatiana Schucht. Su hermano Carlo se presentó en la clínica al
conocer la noticia. Fueron las dos únicas personas a las que se permitió
asistir al traslado del féretro al depósito; porque Giulia o Julca, la esposa, y los
dos hijos de ambos, Delio y Giuliano, estaban a miles de kilómetros, en Moscú. El questore de Roma hizo la siguiente
relación de los funerales, el 28 de abril (dejo el texto en italiano, creo que
se entiende bien): «Comunico che questa sera,
alle 19,30, ha avuto luogo il trasporto salma noto Gramsci Antonio, seguito
soltanto dai famigliari. Il carro ha proceduto al trotto dalla clinica al
Verano dove la salma è stata posta in deposito in attesa di essere cremata.»
Hay enterradores de
vocación que persisten, ochenta años después, en tratar de incinerar a Gramsci;
curas y barberos ansiosos por expurgar su biblioteca. Anoten el nombre de uno
de ellos: Ramón Vargas-Machuca, filósofo y columnista de elpais. Publica hoy una
tribuna bajo el título “El Gramsci de todos”, decidido a instalar sus cenizas en
un panteón y a cerrar el sepulcro con siete llaves. Su Gramsci “de todos” es,
más bien, el Gramsci de nadie. Atiendan a esta perorata insólita: «Tomarse
a Gramsci en serio es no obviar su condición radical de “pasado ausente”.
Respetando su historicidad podremos rastrear con cierta corrección epistémica e
integridad intelectual al Gramsci real. De esta manera, se desvanece también la
ingenua pretensión de hallar en él un menú de recetas para tratar un presente
cuyos rasgos básicos se obvian. A los textos de Gramsci podría aplicarse
aquello de que “con fecha se entienden todos; sin fecha, ninguno”. En fin,
tratemos a Gramsci como un clásico.»
Si Gramsci es “pasado ausente”; si sus escritos solo se
entienden cuando se les pone fecha, no tiene objeto plantearse tratar a Gramsci
“como un clásico”. Un clásico trasciende su época, coloca su legado en una onda
temporal más larga y reclama ser escuchado y atendido desde la posteridad. La
pretensión del articulista es exactamente la contraria, a pesar de esta bonita
frase final: «Un clásico es aquel cuyo
proyecto ya no cabe aplicar pero de cuyo bagaje no podemos prescindir.» La
distinción entre “proyecto” y “bagaje” es gratuita, y difícil de aplicar incluso
desde una perspectiva estrechamente casuística. ¿Se ve el profesor
Vargas-Machuca capaz de aplicarla a la obra de Montesquieu, de Stuart Mill, de
Platón? ¿A la de Mahoma, de Jesucristo, de Gautama Buda? Lo que está
proponiendo con Gramsci es cancelar toda posible pretensión de vigencia de sus
textos porque, una vez examinada su fecha de caducidad, se comprueba que ha
pasado con mucho.
Dejo de lado la cuestión de que Vargas-Machuca, como
tantos otros componentes de la caterva paisiana, a lo que se dedica en ese
texto generosamente pagado (supongo) es a disparar a mansalva contra Podemos; en este
caso, contra los discutibles fundamentos teóricos del trío
Laclau-Mouffe-Errejón. No me importa que lo haga, o no me importa “tanto”; pero,
cuando lo hace utilizando a Gramsci como munición, está tirando por la ventana el
niño junto al agua sucia de la palangana.