Eduardo Mendoza no
imaginó nunca que la gente seria de ahí afuera encontraría dignos de premio los
frutos de su compulsión literaria. Menos que de ningún otro, claro, dignos del
premio Cervantes. Y sin embargo, los dos estaban hechos el uno para el otro.
Cervantes y Mendoza, quiero decir, Miguel y Eduardo; no los premios. Seguro que
a Miguel no se le llegó a ocurrir nunca que en su nombre se otorgaría el
galardón mayor de la lengua castellana; pero puestas las cosas como están,
seguro también que se alegraría de ver recibir el premio de su nombre a un
autor como Eduardo. Con preferencia incluso sobre Javier Marías, que lo recibirá
también cualquier año de estos. Con preferencia sobre otros miembros selectos
de la república de las letras que renuncio a nombrar para que no piensen que
les quito méritos.
En el discurso que
ha pronunciado en Alcalá de Henares, ha dicho Mendoza sobre Cervantes cosas de
mucha sustancia en el tono zumbón que acostumbra usar. La zumba es una
estrategia en Mendoza; Brecht lo llamaba distanciamiento, que suena más serio, pero
en el fondo la zumba o la sorna vienen a ser modalidades oblicuas de esa misma
condición.
Y eso es lo que Mendoza
apunta que ocurre también respecto del Quijote. Con referencia a una de sus
cuatro lecturas canónicas, creo que la tercera, ha hablado del humor de
Cervantes, y señala que no nace de las situaciones (algunas son más bien
penosas, por más que nos hagan reír) ni de los chistes sobre ellas; sino de la
mirada particular del autor sobre el mundo en el que está inmerso. Cuanto más
loco aparece Quijano, más cuerdo lo hace parecer la habilidad de su autor para
señalar los contrastes con otros personajes, pobladores de un mundo salido de
quicio. Don Quijote se equivoca, y mucho (“en eso nadie nos gana”, apostilla
Mendoza), pero sus errores lo configuran como un héroe trágico, apto para
seguir siendo de utilidad al lector de forma permanente, a diferencia del héroe
épico, “que cuando ya ha hecho lo suyo se vuelve un pelma.”
Y es que, esta es
la segunda intuición prodigiosa de Eduardo Mendoza, Don Quijote está loco, sabe
que está loco, y sabe además que los demás están cuerdos, y en consecuencia le
dejarán hacer cualquier disparate que se le ocurra. Propone su locura a los que
le rodean, y recibe sin quejarse la respuesta, a veces jocosa y a veces
mezquina, que provocan en las gentes sensatas sus iniciativas descabelladas.
Acaba tundido a golpes de cuando en cuando, pero da el experimento por bueno, y
sigue adelante con su papel de reactivo químico, de papel de tornasol que mide el punto de acidez de la sustancia social.
Comenta entonces
Mendoza: «Es justo lo contrario de lo que me ocurre a mí. Yo creo
ser un modelo de sensatez y creo que los demás están como una regadera, y por
este motivo vivo perplejo, atemorizado y descontento de cómo va el mundo.» Es “justo
lo contrario” de Don Quijote tal vez, pero no de Miguel de Cervantes. Cervantes
podría haber firmado esas palabras de Mendoza. También él pensaba que el mundo, en el muy renombrado siglo de Oro,
iba catastróficamente mal y todos estaban como una regadera: el cura y el barbero, el
bachiller Carrasco, los duques, los cabreros, Maese Pedro y su retablo de
títeres, la doncella Altisidora, Dulcinea, el doctor Pedro Recio de
Tirteafuera. Todos los que a lo largo de la aventura hacen buena, con sus
pedradas o sus manteos, sus chanzas o sus desdenes, la locura con retranca de
Don Quijote.