Gran lección de
anatomía la de Fernando Aramburu, que ha utilizado el escalpelo con precisión y
al mismo tiempo con delicadeza, para hacernos visibles las entretelas de unos
personajes abrumados en sus vidas cotidianas y en sus relaciones sociales rutinarias,
simplemente humanas, por el peso insoportable de una patria omnipresente.
De “una” patria.
Hay muchas patrias,
y todas ellas son potencialmente venenosas. Se equivocan quienes piensen que lo
que se cuenta en la novela de Aramburu son cosas de Euzkadi, localismos
idiosincráticos no trasplantables a otras latitudes. Las patrias, en plural,
están ahí, reclamando insistentes, como Shylock, su libra de carne. Lo vemos en
el despliegue de egoísmos sagrados que campean en estos precisos momentos por
el mundo y condicionan los resultados de todas las elecciones democráticas.
Patria como «lo nuestro», lo inefable, la última trinchera frente a “los otros”.
«Todo por la patria» sigue siendo una consigna emblemática. «Es dulce y
adecuado morir por la patria», si lo decimos tal y como lo dejaron escrito los
antiguos.
Aramburu suprime
cualquier énfasis y va al meollo, al deseo íntimo de normalidad e incluso de
rutina por parte de unas personas obligadas por las circunstancias a asumir con todas las consecuencias, en su trayectoria vital, nada menos que el curso de la Historia. Una Historia que
gravita sobre ellos hasta asfixiarlos, decidida a ser quien tome todas las decisiones.
Cada cual, metido
en el ojo del huracán, reacciona como puede, como mejor sabe. Unos asumen sin
reservas la presión social que padecen – desde el púlpito, desde las
instituciones que les señalan el camino de los deberes sagrados, desde la
herriko taberna donde nadie desea aparecer como un apestado –, y otros buscan
alternativas, vías de escape. Todos tienen que adaptarse de un modo u otro a la
presión para poder vivir, operación difícil con ese bulto tremendo, la patria, encajado
en su interior. Bienvenido o no, se ven forzados a hacerle un hueco,
simplemente para poder subsistir, para trampear desde la conciencia de no estar
a la altura de las circunstancias históricas, para ir sobreviviendo a duras penas.
La novela me parece
magnífica. Estoy haciendo un juicio literario, no político. Pero desde la conciencia
de que la literatura es ante todo un ajuste de cuentas implacable con la vida,
con la vida política también.
Me alegra el Premio
de la Crítica, me alegran las cifras de ventas, la difusión imparable de un
libro que ha prendido en la gente a pesar de que no gustará a los ideólogos, ni
a los santones de las diferentes causas todas ellas loables, ni, tal vez, a los
moralistas que esperan invariablemente el triunfo apoteósico del Bien absoluto (¿qué
es eso?), y la reprobación eterna del Mal con mayúscula.