Un británico
defensor del Brexit apuntó en un rotativo de las Islas que no se pierden tanto
aislándose de Europa. La cocina española, es el ejemplo que dio, está
sobrevalorada (overrated), y las
famosas patatas bravas no son otra cosa que chips con kétchup.
La conclusión
evidente es que ese individuo se merece quedarse donde está y seguir
alimentándose con rosbif hervido a la menta. La honesta patata brava de tantas
tascas anónimas pero decentes se habrá estremecido en su tumba al escuchar la
descripción. La RAE, caso de ser receptiva al sentir popular, cosa que está aún
por demostrar, debería incluir en sus trabajos una variante moderna del adagio que
afirma que es tiempo perdido arrojar margaritas a los puercos. Ahora puede
añadirse que mayor pérdida de tiempo aún es arrojar patatas bravas a un inglés.
El caso es que hay
mil fórmulas diferentes para preparar las patatas bravas, y buena parte de
ellas responden adecuadamente al fin para el que fueron creadas. Otras, por
supuesto, no: chips con kétchup es un afrenta innoble a cualquier norma
gastronómica y dietética.
Sería vano
seguramente decidir quién inventó las bravas, porque la patata con salsa
picante no responde a un canon establecido, como el de la estatuaria clásica, y
cada cual se ingenia a su modo para prepararla.
Lo mismo ocurre con
la tortilla de patatas, salvada la erudición de don Javier López Linaje,
científico del CSIC. Don Javier ha escrito un libro titulado La patata en España. Historia y agroecología
del Tubérculo Andino. Y allí sitúa la invención de la tortilla de patatas
en Villanueva de la Serena, Badajoz, y en el año de 1798. Habrían sido sus
inventores Joseph de Tena Godoy y el marqués de Robledo. En la localidad
pacense proyectan erigir un monumento a la tortilla de patatas, gloria local. Me
parece bien, hay monumentos mucho menos justificados, por ejemplo el tan
controvertido al Alférez Provisional, en Madrid.
Pero no por ello se
debe pensar que Tena y Robledo inventaron el exquisito comistrajo. Todo lo más,
lo interpretaron a su conveniencia y pusieron el resultado por escrito. Quizás
ni eso. Pudo ocurrir simplemente que, hambrientos al regresar de una partida de
caza o de una galopada por el latifundio, el marqués pidiera a su cocinera, “Antonia,
ponnos algo sustancioso para cenar, que venimos desfallecidos”. Y Antonia
añadiese algunos trozos de las patatas que guardaba en la despensa a la
tortilla viuda de otras noches.
Pero eso mismo pudo
ocurrir al mismo tiempo, antes incluso, en otros lugares y para otras personas
que no pensaron en poner por escrito la delicia que les había reconfortado los
estómagos. La erudición se empeña en recrear la historia a partir de los textos
escritos, pero los textos escritos solo contienen una parte ínfima de lo que
sucede. Bien está que la tortilla española proceda de Extremadura, pero tanto
daría que fuera berciana o alicantina. En unos lugares añadieron a la patata chorizo,
en otros pimientos, o jamón. El tema de la cebolla sí o no sigue sujeto a
controversias furibundas. Yo soy un negado para esa alquimia, pero Carmen – la tienen
aquí al lado, los dos delante del Partenón – ha inventado a lo largo de los
años docenas de tortillas con distintos ingredientes y grados de melosidad y
jugosidad. Seguro que no desmerecerían en la compulsa con lo que pusieron a
punto don Joseph Tena y el marqués de Robledo, supuesto que la artífice real
del invento no fuera, a fin de cuentas, la señá Antonia.