Oí más de una vez contar
a Marcelino Camacho, en sus siempre sabrosos y pedagógicos informes sindicales,
que el capitalismo se parece al gorrión en la inconstancia (“da un saltito
adelante, otro de lado, picotea, se cansa, vuela a una rama baja, se posa otra
vez en el suelo…”) Era cómico imaginarlo, y nos ayudaba a representarnos en
miniatura los defectos estructurales de un sistema económico de
dimensiones gigantescas.
No era una buena
comparación, sin embargo. Y no lo digo por el hecho evidente de que el
capitalismo no tiene los huesecillos frágiles y el perfil leve del gorrión
común; sino porque este, Passer
domesticus, es un amigo sincero de los humanos, un compañero fiel, poco
exigente en cuanto a hábitat y alimentación. Cuando una aldea remota es
abandonada por sus habitantes, los gorriones que la colonizaban también emigran; los humanos somos siempre su punto de
referencia principal.
Pero desde hace
años se viene produciendo una terrible mortandad silenciosa, se afirma en un
reportaje de elpais. La especie está en peligro. Entre 1980 y 2013 ha
desaparecido el 63% del parque de gorriones europeos; en veinte años, se han
perdido ocho millones de ejemplares solo en España.
Las causas son
complejas: plaguicidas, cambio climático, emisiones de dióxido de carbono,
entorno hostil a la nidificación en los edificios modernos de cemento y
cristal. Los excesos del capitalismo están matando la biodiversidad, y el
gorrión es biodiversidad. No tiene un carácter inconstante, sino tímido. Es una víctima de la
imprevisión, del descuido, de la codicia de los humanos a los que adora.
Si el holocausto se
consuma, los siglos futuros lamentarán haber perdido para siempre la belleza y
la gracia discreta del gorrión común. Y leerán en su homenaje, aunque ya no
podrán entenderlos cabalmente, los versos de Catulo:
«Llorad… cuantos hombres seáis sensibles a la
belleza. Ha muerto el gorrión de mi amada, a quien ella quería más que a las
niñas de sus ojos. Pues era dulce como la miel, y conocía a su dueña tan bien
como una chiquilla a su misma madre, y no se alejaba de su regazo, sino que,
dando saltitos de aquí para allá, solo para ella estaba continuamente piando. Y
ahora va por un camino tenebroso hacia allá de donde dicen que nadie vuelve…
Pobrecito gorrión, por ti, ahora, el llanto enrojece los dulces ojos de mi
amada.» (En Clásicos
Universales Planeta, Barcelona 1990. Traducción de Joan Petit.)