domingo, 14 de octubre de 2018

LA MARICONEZ


El bizantinismo vuelve a estar de moda. Se atizan grandes controversias culturales por una palabra, como ocurrió hace su buena docena de siglos con el “filioque” que los teólogos próximos al papado introdujeron en el símbolo de la fe, y que fue causa de inquina implacable por parte de las iglesias orientales, y en definitiva de su escisión o cisma.
¿Tanta importancia tenía?, nos preguntamos ahora que han pasado los siglos sin que la tierra se abra, ni los ríos remonten desde la mar hacia sus fuentes, ni nazcan (más que de cuando en cuando) monstruos de dos cabezas, ni aparezcan ultimátum divinos misteriosamente escritos en las paredes de los palacios en mitad de festines de baltasares.
La misma controversia virulenta vuelve a suscitarse, sin embargo, porque una cantante de OT (Operación Triunfo) decidió (ya ha rectificado) interpretar una canción antigua de Mecano cambiando la palabra “mariconez”, que considera ofensiva para un colectivo social merecedor de respeto, por “gilipollez”. Las almas de cántaro, razonaba la artista, son incluso bastante más numerosas que todo el colectivo LGTBi, pero, dada su idiosincrasia peculiar, es difícil que se sientan ofendidas por esa mención expresa a sus derrapes neuronales.
Quien se ha sentido ofendida, sin embargo, ha sido Ana Torroja, difícilmente relacionable con el prolífico gremio de los/las gilipollas, pero sí antigua vocalista del grupo Mecano, y ahora miembro del jurado de OT. Ana ha pedido respeto al arte y a la creación libre. La letra de una canción pop es sagrada, no se puede variar a voluntad. En el estado de derecho hay normas precisas que velan por la propiedad intelectual.
Mi padre se habría sentido confuso ante la polémica. Los domingos por la mañana (entonces los sábados se trabajaban), mientras se afeitaba en pijama a una hora apacible y tardía respecto a los madrugones de los días laborables, entonaba a voz en cuello coplas diversas, cuplés de moda y aires de zarzuelas. Era, sobre todo, un ejercicio de individualidad, de autoafirmación, un “gracias a la vida”. Nada había que objetar, y sus hijos no objetábamos nada; nos limitábamos a escucharle, y a abuchearle si dejaba escapar demasiados gallos y falsas notas. Porque mi padre era un cantor potente, pero en modo alguno afinado. Lo mismo me ocurre a mí, “para obispo hay que nacer”, como he oído decir en tono filosófico a personas que lamentaban mi irremisible falta de dotes para según qué.
El caso es que, llevado en alas de la inspiración, que soplaba a gran potencia cuando veía reflejada en el espejo su cara embadurnada de espuma de jabón, mi padre introducía variantes heterodoxas en las letras de los cuplés. Así, en lugar de «El día que nací yo, qué planeta reinaría», él cantaba «El día que nací yo, qué puñeta pasaría». O en vez de «Qué faltita más grande tienen tus ojos / que en lugar de mirarme, miran a otro», su versión era «… que uno mira pa’ un lado, y otro pa’ otro.»
Cierto que él no hacía difusión pública de sus “instapoemas”, como los llaman ahora. Entonces no existían aún las redes sociales ni tantas otras mariconeces, dicho sea con perdón y con el mayor respeto hacia Ana Torroja. Pero yo, víctima sin duda de una educación torcida desde la infancia, tiendo a restar importancia trágica al cambio de una palabra por otra, incluso cuando el sentido cambia y el dogma se resiente. Cosa que lamentablemente ocurre, a lo que entiendo, tanto con la mariconez como con el filioque.