El bizantinismo
vuelve a estar de moda. Se atizan grandes controversias culturales por una
palabra, como ocurrió hace su buena docena de siglos con el “filioque” que los
teólogos próximos al papado introdujeron en el símbolo de la fe, y que fue causa
de inquina implacable por parte de las iglesias orientales, y en definitiva de su
escisión o cisma.
¿Tanta importancia
tenía?, nos preguntamos ahora que han pasado los siglos sin que la tierra se
abra, ni los ríos remonten desde la mar hacia sus fuentes, ni nazcan (más que
de cuando en cuando) monstruos de dos cabezas, ni aparezcan ultimátum divinos misteriosamente
escritos en las paredes de los palacios en mitad de festines de baltasares.
La misma controversia
virulenta vuelve a suscitarse, sin embargo, porque una cantante de OT
(Operación Triunfo) decidió (ya ha rectificado) interpretar una canción antigua
de Mecano cambiando la palabra “mariconez”, que considera ofensiva para un
colectivo social merecedor de respeto, por “gilipollez”. Las almas de cántaro,
razonaba la artista, son incluso bastante más numerosas que todo el colectivo LGTBi,
pero, dada su idiosincrasia peculiar, es difícil que se sientan ofendidas por esa
mención expresa a sus derrapes neuronales.
Quien se ha sentido
ofendida, sin embargo, ha sido Ana Torroja, difícilmente relacionable con el prolífico
gremio de los/las gilipollas, pero sí antigua vocalista del grupo Mecano, y
ahora miembro del jurado de OT. Ana ha pedido respeto al arte y a la creación
libre. La letra de una canción pop es sagrada, no se puede variar a voluntad.
En el estado de derecho hay normas precisas que velan por la propiedad
intelectual.
Mi padre se habría
sentido confuso ante la polémica. Los domingos por la mañana (entonces los
sábados se trabajaban), mientras se afeitaba en pijama a una hora apacible y tardía
respecto a los madrugones de los días laborables, entonaba a voz en cuello coplas
diversas, cuplés de moda y aires de zarzuelas. Era, sobre todo, un ejercicio de
individualidad, de autoafirmación, un “gracias a la vida”. Nada había que objetar,
y sus hijos no objetábamos nada; nos limitábamos a escucharle, y a abuchearle
si dejaba escapar demasiados gallos y falsas notas. Porque mi padre era un
cantor potente, pero en modo alguno afinado. Lo mismo me ocurre a mí, “para
obispo hay que nacer”, como he oído decir en tono filosófico a personas que
lamentaban mi irremisible falta de dotes para según qué.
El caso es que,
llevado en alas de la inspiración, que soplaba a gran potencia cuando veía
reflejada en el espejo su cara embadurnada de espuma de jabón, mi padre introducía
variantes heterodoxas en las letras de los cuplés. Así, en lugar de «El día que
nací yo, qué planeta reinaría», él cantaba «El día que nací yo, qué puñeta
pasaría». O en vez de «Qué faltita más grande tienen tus ojos / que en lugar de
mirarme, miran a otro», su versión era «… que uno mira pa’ un lado, y otro pa’
otro.»
Cierto que él no
hacía difusión pública de sus “instapoemas”, como los llaman ahora. Entonces no
existían aún las redes sociales ni tantas otras mariconeces, dicho sea con
perdón y con el mayor respeto hacia Ana Torroja. Pero yo, víctima sin duda de
una educación torcida desde la infancia, tiendo a restar importancia trágica al
cambio de una palabra por otra, incluso cuando el sentido cambia y el dogma se
resiente. Cosa que lamentablemente ocurre, a lo que entiendo, tanto con la
mariconez como con el filioque.