Ayer se cerró en la
Ciutadella el círculo vicioso del procés.
Todo había empezado, si recuerdan, con el Parlament cercado por una multitud de
“indignados” herederos del 15-M, que obligó al entonces baranda de la “Gene”, el molt
honorable Artur Mas, a aterrizar de emergencia en helicóptero. Fue a partir de ahí como el Astuto urdió una vía de escape a través de la promesa de una fakeindependencia que se conseguiría con
facilidad pasmosa, atiborraría de divisas las arcas del Tesoro patrio y
permitiría a la ciudadanía atar los perros con longanizas.
El procés fue trampeando con altibajos,
primero bajo la dirección de Mas el Enredón y luego de Puigdemont el Polichinela.
Los dos acabaron por causar baja en el parte de incidencias, víctimas de sendos
accidentes laborales en el ejercicio de sus delicadas funciones. Los dos, de
otra parte, padecieron el viacrucis de ser llamados traidores en algún momento por
una plebe soliviantada, si bien tal circunstancia no les ha impedido seguir en
nómina como próceres de la patria.
Detrás de ellos
llegó Quim Torra, el Jardinero Fiel del procés.
A Puchi se le podía criticar su excesivo juego de cintura, los vaivenes
imprevisibles que le han paseado por toda Europa y lo tienen ahora amarrado a
su Waterloo personal, a la espera de tropecientos juicios. Torra, por el
contrario, carece por completo de cintura. Su inutilidad es clamorosa. Siempre
que habla parece estar pensando en otra cosa, tan desligado aparece de la realidad
que lo rodea.
Así se ha llegado a
la situación surrealista de anoche, con los Mossos de Buch formando un cordón
policial para impedir el asalto de un centenar de encapuchados con antorchas a la
sede de la soberanía representativa del pueblo catalán, al grito de «Torra dimissió!!», mientras el aludido,
president nominal de todos los catalanes, les dirigía guiños y esbozaba gestos
de aplauso: “¡Adelante! ¡Presionad! No cedáis!”
Nos hemos
preguntado repetidamente en qué se ocupa Quim Torra, sin llegar a ninguna
conclusión cierta. Ha llegado el momento de preguntarnos además a quién representa.
No a todo el vasto conjunto de la oposición, dado que ni siquiera ha hecho un
gesto de reconocimiento hacia ella: lo que no pertenece a la Catalunya prístina
no existe para Torra.
Tampoco a la CUP,
que lo ha enfilado desde hace tiempo. Ni a Esquerra Republicana, que multiplica
los gestos de diferenciación de esa peste. No al PDeCAT en tanto que partido,
ni a sus diversos avatares recién nacidos a la vida política o a punto de
nacer. No a los empresarios que reclamaban en vano hace pocos días su presencia
en el acto de la reivindicación, económicamente crucial, del corredor
mediterráneo. No, finalmente, a los CDR, que exigen su dimisión y la del conseller
de Interior.
Quizá la dimisión en
pleno del Govern y la convocatoria de elecciones no sea una idea tan mala, en un momento en el que el prestigio
de las instituciones del país, desbaratado y por los suelos, no puede ya caer
más bajo.