Ese es en seis
palabras ─en un tuit─ el diagnóstico de nuestra actual coyuntura económica post
crisis. Los indicadores macroeconómicos están en alza, el viento de los
negocios sopla de popa, pero la macroeconomía no se ocupa de la gente, los
indicadores no entienden de personas por más que sean linces en detectar los
incrementos de las tasas de beneficio.
La naturaleza es
sabia, sin embargo. Allá donde los algoritmos se quedan en blanco para dar una
explicación a lo que está pasando, ella nos proporciona otros indicadores del
malestar no detectado: la ultraderecha crece, lo visceral renace, el personal
se encabrona, los establishments de todo tipo pierden elecciones cruciales y
los precandidatos en campaña de diferentes colores y tendencias reciben abucheos
e intentos de agresión a poco que los servicios de seguridad descuiden durante unos
segundos su misión.
Ya no se lleva el
mitin de masas ─demasiado riesgo─, sino el acto con público seleccionado (gente
joven, gente guapa bien vestida y bien peinada), cámaras de televisión y
revuelo de multitud de banderas para ocultar lo magro de los contenidos
voceados por el/la líder.
La gente no está en
esos sitios, pero se supone que tendrá encendido el televisor en la sala de
estar. Por lo menos quienes tengan un televisor y una sala de estar; los que no
los tienen, por desgracia cada vez más personas, no cuentan para nada porque no
figuran en las cuidadosas mediciones de los algoritmos.
Pero cada vez es
más imposible evitar que la bronca, artificialmente abducida de los actos de
propaganda política, se traslade a las calles y obligue a la intervención drástica
de las fuerzas de orden público, denigradas unánimemente por todos debido a la
violencia que utilizan para contrarrestar la violencia paralela de quienes
confunden la libertad de expresión con poner un ojo morado al desconocido que
llevaba la bandera equivocada.
Oliver Nachtwey, un
sociólogo alemán que se declara “marxista moderno” (con buen sentido; no faltan
en el zoo global los marxistas paleolíticos), explica en elpais la conexión
entre la pobreza laboral y la política de la extrema derecha del siguiente modo: «La
gente no vota a AfD porque sean pobres, sino porque no se sienten
representados por los partidos tradicionales, tienen la sensación de que se
quedan atrás, de que no se les reconoce lo suficiente, porque sienten que el
orden social se erosiona, que ya no caminan todos juntos hacia arriba. En el
modelo antiguo de clases sociales, los trabajadores eran parte de un colectivo
con un marco, en el que la culpa la podía tener el capitalismo y el sistema.
Ahora la gente acepta que no hay clases sociales y que nadie es responsable de
ti, ni el empresario, ni el Estado. Estás solo y mucha gente tiene miedo del
futuro.»
En medicina viene a ocurrir algo parecido, salvadas todas
las evidentes distancias. Pacientes diagnosticados de cáncer y que conocen cuál
es el incierto camino de la quimioterapia, de la hospitalización y de sus
protocolos, deciden ponerse en manos de terapias alternativas dudosas, aunque
saben que pueden ser contraproducentes, y de hecho lo son. Es otra forma de
desesperación entre aquellos que no pueden ya “caminar todos juntos hacia
arriba”.
La actual gobernanza económica propulsa a la
ultraderecha. Las personas se encuentran cada vez más desamparadas por las
instituciones y hundidas en problemas cada vez más irresolubles. Su malestar se
expresa aritméticamente en un voto dirigido a respaldar a quienes más se quejan
del gobierno y de la política, a los más nostálgicos de situaciones pasadas mal
o insuficientemente evocadas.
El remedio para este desbarajuste no es otro que el de
más política, y de mejor calidad, contra la antipolítica. Pero va a costar que
el mensaje cale entre quienes han caído en el pozo de la desesperanza y se
niegan tozudamente a creer en nada. Solo se logrará cuando, además de predicar, se empiece a repartir trigo.