Daniel Innerarity
es lo más parecido que tenemos al intelectual “de servicio”, la persona que nos
atiende de oficio, solícita, en nuestras perplejidades filosóficas con ánimo de
aportar alguna claridad. Esta es la pregunta que se/nos hace en su última
entrega en elpais: «La maquinaria de la democracia moderna
fue construida en la época de los Estados nacionales, la organización
jerárquica, la división del trabajo y la economía industrializada, un mundo que
en buena medida ha quedado superado por la tecnología digital, deslocalizada,
descentralizada y estructurada en forma de red. ¿Qué le pasa a la política y a
sus instituciones específicas cuando cambia de este modo el entorno
tecnológico?» (1)
Una primera respuesta a la pregunta la ha dado la
historia misma de las instituciones. Antes incluso de la crisis de los Estados
nacionales consecutiva al derrumbe estrepitoso e instantáneo del bloque del “socialismo
real” en el mundo, los partidos “de clase” del entorno occidental ya habían
entregado la cuchara. Los laboristas británicos recurrieron a las terceras
vías, y apenas tardaron dos telediarios en afirmar que la working class había pasado al desván de los trastos y en todo el
país no había sino clases medias confortablemente instaladas, más algunos parias
residuales, marginales y marginados por el progreso (2). En Italia el PCI pasó a
denominarse Partito Democratico della Sinistra y renunció en buena parte a sus
principios ideológicos, a su programa de acción y, lo que es más grave, a sus
bases proletarias en los enclaves industriales del norte del país y entre el
campesinado del Mezzogiorno. En Francia y España, Mitterrand y González se
apresuraron a rebajar su horizonte político y a adaptarse al cuadrante del que
soplaba el viento. En Alemania, el legendario SPD de Willi Brandt y Helmut Schmidt ya
había capitulado en 1986 ante el empuje de los democristianos de Kohl.
Lo que ha venido después ha demostrado que el tsunami no afectaba
únicamente al bloque obrero de cada país. Las viejas clasificaciones (democristianos,
conservadores, liberales, socialdemócratas, comunistas) dejaron de servir, y
todos los partidos basados en la representación de un bloque social cualquiera
se escurrieron por el desagüe.
A la espera de una adaptación más adecuada, más “fina” al
nuevo entorno tecnológico, lo que ha aparecido como nuevo son partidos-plataforma,
atrapa votos, pendientes de sondeos y de eslóganes y desinteresados por
completo de la ideología; no de la “falsa ideología” que denunciaba Marx, que en eso abundan las flamantes formaciones politiqueras, sino
del plantel de ideas que normalmente daban peso, poso y razón de ser a un partido
de masas en la era analógica.
En estas circunstancias, ningún partido nominalmente de izquierda tiene hoy
voluntad de representar al mundo del trabajo, y se extiende incluso la
sospecha, entre la clase política, de que el mundo del trabajo no existe. Ya lo
dijo Thatcher en uno de sus momentos más ocurrentes: «Yo no veo clases
sociales, solo veo individuos que compiten entre ellos.»
Cosas tales como el interés de clase (trabajadora, of course) y la conciencia de clase son
desdeñadas, y los partidos aspiran en cambio a la transversalidad, es decir a la representación puntual de un
universo de personas heterogéneas conectadas en red. Son los sindicatos los que
hoy agrupan, representan y defienden los intereses y la conciencia comunitaria
de la clase, y precisamente por esa razón se les ataca y se les quiere expulsar
del mundo globalizado.
Pero los sindicatos no son el residuo despreciable de una
época obsoleta. Reciclados en el nuevo “modo” tecnológico, su posición es central
porque tienen cuando menos dos funciones de la máxima importancia que cumplir
en cualquier nuevo “orden” al que se aspire: una, asegurar mediante la negociación y el
conflicto una distribución tendencialmente igualitaria de la riqueza acumulada
a través de las hipermodernas construcciones tecnológicas; y dos, imponer una
nueva racionalidad a unos procesos productivos generados mediante algoritmos y
robotizaciones de cuarta generación.
La racionalidad es hasta ahora el mayor déficit del
actual escalón tecnológico, y la deriva de la “nueva política” posmoderna no ayuda
a resolver el problema. Los mercados apuntan al beneficio empresarial como el nuevo becerro
de oro que es necesario adorar; están rompiendo de ese modo la sostenibilidad
del progreso económico y rompiendo los límites extremos de la calidad de vida
en un entorno natural inmerso en un cambio climático acelerado. Desde la
racionalidad de un mundo del trabajo consciente de lo que produce, cómo lo
produce y para qué, capaz de reflexionar sobre sí mismo y sobre el futuro y de
asegurar una mejor relación entre producción y sostenibilidad, será necesario dar
una dirección precisa a una tecnología poderosa pero absolutamente desnortada.
Los partidos políticos, a través de nuevas formas e
instrumentos, podrán dar también respuesta a estas cuestiones, desde una gobernanza
más ajustada del Estado. Los sindicatos serán, en todo caso, imprescindibles
para aportar al debate y llevar luego a la práctica soluciones que vayan en
beneficio de todos.
La invasión tecnológica acarrea sin duda problemas de
solución muy difícil para los trabajadores, pero al mismo tiempo significa una
nueva oportunidad. Por esa razón no hay que tener miedo de lo nuevo, como
insiste siempre en predicar mi vecino de blog, José Luis López Bulla.
(2) Me doy cuenta, tarde, de un lapsus grave de memoria en esa afirmación. El laborismo no llegó al gobierno, con Tony Blair, hasta 1997, bastante después del derrumbe del Estado soviético. El argumento, con todo, se sostiene.