Cita López Bulla en su blog de culto la siguiente frase de Oriol Junqueras, declamada en mitad de la tangana (algunos dicen tángana, quizá para pasar por cultos) que mantiene con Carles Puigdemont por la primogenitura del procés: «Sócrates, Séneca y Cicerón tuvieron la posibilidad de huir, pero no lo hicieron.»
Lo mismo que ha
hecho él, se entiende. A ese recurso se le llama adornarse con plumas ajenas. Con la circunstancia agravante de que tales plumas son dudosas en algún caso, e inexistentes en
otro.
Cierto que corre un
rumor insistente relativamente reciente (desde hace unos quince siglos), en
sostén de la opinión de que la autoridad ateniense habría preferido con mucho
que Sócrates aprovechara cualquier viento fresco para pirarse a algún lugar
discreto y lejano: Éfeso, Alejandría o Waterloo, lo mismo daba siempre que se
hiciera humo. Pero él no, insistió en beberse la cicuta para dar por culo hasta
el último momento a las leyes de la ciudad.
Fue su elección, si
hemos de creer a Platón y a Jenofonte. Ambos eran grandes escritores además de
filósofos, y es posible que hermosearan de algún modo los hechos, convirtiendo
la aceptación de una sentencia (justa o injusta, en ese avispero no voy a meter
la mano) en un acto supremo de libertad.
Lo de Séneca tuvo
un matiz claramente distinto. Nerón le mandó recado: “o te suicidas o te
suicidamos nosotros.” Y el filósofo estoico eligió la primera opción. Nadie,
que yo sepa, ha apuntado que tuviera alguna “posibilidad de huir”. La
burocracia imperial era ruda y bastante implacable. En el estadillo correspondiente
constaba la anotación de que Séneca había de desaparecer de este mundo, y ese y
no otro era el decreto a cumplimentar en el plazo prescrito por las ordenanzas.
Por fin, lo de
Cicerón fue enteramente otro caso. Mientras tuvo posibilidad de huir, Cicerón
huyó como un Puigdemont cualquiera. Optó por el destierro en la época de
Clodio, volvió al foro como abogado privado cuando pasó el peligro inminente
para su vida, optó por Pompeyo frente a César porque no tuvo más remedio que
elegir, e intentó congraciarse servilmente con César cuando este sentenció la
eliminatoria con una goleada tipo Barça.
César no aceptó sus
disculpas, y Cicerón volvió a retirarse al ámbito privado. En una carta a
Ático, escrita desde su finca rústica en Formia, explica así su alejamiento de
los torbellinos políticos de la urbe: «Aquí me tienes filosofando (qué
remedio).»
No fue ajeno al
parecer al complot que puso fin a la vida de César. Por lo menos Marco Antonio
estaba convencido de ello, y encabezó con su nombre la lista de enemigos de la
patria que presentó a Octavio. Para Octavio, la época republicana senatorial era ya agua pasada, y concedió sin hacer remilgos a su entonces aliado la cabeza de Cicerón.
El cual se dio a la
fuga, presa de pánico. Pasó por numerosas peripecias, pero no encontró ningún
escondite adecuado. Fue delatado por amigos oficiosos cuando se creía seguro.
Finalmente, los esbirros de Antonio lo interceptaron cuando huía desde Formia
hacia el mar. Era aquel un Cicerón enflaquecido, desgreñado, de barba crecida, con
el semblante patricio demudado por la agitación y la angustia. Según Plutarco,
cuando su litera fue detenida, asomó la cabeza por la ventanilla y ofreció el
cuello a la espada del centurión que mandaba la tropa.
Ningún parecido con
Junqueras. En todo caso, con su mano derecha durante algún tiempo, Marta
Rovira, que sigue en Suiza cultivando la filosofía, qué remedio.