viernes, 12 de julio de 2019

MUERTE, ¿DÓNDE ESTÁ TU VICTORIA?


La pregunta es retórica. Se la hace a sí mismo Pablo de Tarso en la primera Epístola a los Corintios, y quizás a modo de respuesta argumenta a continuación que el pecado es el aguijón de la muerte, y el poder de la ley es también el pecado. No sé en qué estaría pensando al sentar tales afirmaciones, pero está claro que no tenía su día.

La noticia es en todo caso el millón de firmas recogidas por Change.org para pedir de los poderes públicos la despenalización de la eutanasia.

Comentan los periódicos que la sociedad ha ido por delante de la ley en este terreno. Falta por ver si la ley accede a colocarse a la par de la sociedad, o si la muerte se sigue configurando como una línea roja que separa en dos campos contrapuestos e irreconciliables el dogma religioso de un lado, y la simple humanidad del otro.

Los verdaderos novios de la muerte, los obispos, declaran celebrar la vida, pero solo celebran la vida a su modo y con sus reglas.

Afirman que únicamente Dios da la vida y la quita, pero no les ha temblado el pulso para separar a recién nacidos de sus madres biológicas, para amparar la corrupción de los párvulos en nombre de lo sagrado, para firmar con profusión sentencias de muerte a las brujas, a los herejes y a los defensores razonables de la ciencia frente a la fe.

Aún están pidiendo perdón por tantas hogueras, pero el perdón es tan retórico como la pregunta de Pablo mientras no cambien a fondo la mentalidad, barran las telarañas teológicas que les impiden una visión recta de las cosas, y lleguen a la conclusión de que entre vida y muerte existe una continuidad indisoluble (nada muere si no estaba vivo), y de que cada persona, por inútil, inculta y miserable que sea, posee una dignidad inalienable, y en consecuencia puede exigir respeto a los poderes públicos para su ámbito íntimo de autonomía, y debe tener un derecho (no, seguramente, un derecho “absoluto” pero sí algún tipo de derecho) a decidir sobre lo que afecta a “su” propia vida y “su” propia muerte. 

Porque es la persona, y no el clero que la tutela, quien lleva en exclusiva sobre sus hombros la carga de ese patrimonio, sagrado si se quiere, pero nunca situado más allá de su control personal y particular.