La pregunta es
retórica. Se la hace a sí mismo Pablo de Tarso en la primera Epístola a los Corintios,
y quizás a modo de respuesta argumenta a continuación que el pecado es el
aguijón de la muerte, y el poder de la ley es también el pecado. No sé en qué
estaría pensando al sentar tales afirmaciones, pero está claro que no tenía su
día.
La noticia es en
todo caso el millón de firmas recogidas por Change.org para pedir de los
poderes públicos la despenalización de la eutanasia.
Comentan los
periódicos que la sociedad ha ido por delante de la ley en este terreno. Falta
por ver si la ley accede a colocarse a la par de la sociedad, o si la muerte se
sigue configurando como una línea roja que separa en dos campos contrapuestos e
irreconciliables el dogma religioso de un lado, y la simple humanidad del otro.
Los verdaderos
novios de la muerte, los obispos, declaran celebrar la vida, pero solo celebran
la vida a su modo y con sus reglas.
Afirman que únicamente
Dios da la vida y la quita, pero no les ha temblado el pulso para separar a recién nacidos de sus madres biológicas, para amparar la corrupción de los párvulos en
nombre de lo sagrado, para firmar con profusión sentencias de muerte a las
brujas, a los herejes y a los defensores razonables de la ciencia frente a la fe.
Aún están pidiendo
perdón por tantas hogueras, pero el perdón es tan retórico como la pregunta de
Pablo mientras no cambien a fondo la mentalidad, barran las telarañas
teológicas que les impiden una visión recta de las cosas, y lleguen a la
conclusión de que entre vida y muerte existe una continuidad indisoluble (nada
muere si no estaba vivo), y de que cada persona, por inútil, inculta y
miserable que sea, posee una dignidad inalienable, y en consecuencia puede exigir
respeto a los poderes públicos para su ámbito íntimo de autonomía, y debe tener
un derecho (no, seguramente, un derecho “absoluto” pero sí algún tipo de
derecho) a decidir sobre lo que afecta a “su” propia vida y “su” propia muerte.
Porque es la persona, y no el clero que la tutela, quien lleva en exclusiva sobre
sus hombros la carga de ese patrimonio, sagrado si se quiere, pero nunca situado
más allá de su control personal y particular.