Señala Guillermo Altares
en elpais la fascinación de la ultraderecha por las edades oscuras. No es una
constatación novedosa, siempre ha sido característica de la derecha retrotraer
a los tiempos míticos sus derechos patrimoniales, marcar por el procedimiento de la micción metafórica el territorio ancestral, y poner avisos amenazantes en
las lindes: «Los forasteros no son bienvenidos en este valle.»
La expulsión de los
intrusos de nuestro terreno exclusivo siempre ha sido trendy, en la derecha. Como los sentimientos viscerales gustan de
revestirse de cultura para aparecer mejor compuestos a los ojos de la masa
extranjera, ateísta y laicista, que tan pendiente está de torpedear nuestros
valores más prístinos, la creación de barreras discriminantes es justificada
como defensa de la civilización cristiana, así en bloque y sin matizar lo
suficiente (no existe una sino varias civilizaciones de raíz cristiana, hecho
fácilmente reconocible porque se han venido enfrentando históricamente unas con
otras con gran alarde de degüellos, torturas, noches de San Bartolomé, hogueras y excomuniones); y en
consecuencia el inmigrante es tratado de a) invasor, y b) infiel, una doble
descalificación imposible de neutralizar.
Covadonga y
Poitiers vuelven a ser hitos de una historia sonámbula en la que los buenos
triunfaron sobre los malos. En esa serie histórica tienen cabida otras efemérides
exaltantes, en las que la morisma cede a veces su lugar a otros enemigos
seculares del pensamiento único de la derecha.
Pero la sustancia
siempre es la misma. Y la imagen se ajusta a esa sustancia: Don Pelayo enarbola
los pedruscos de la cueva, Carlos Martel una doble hacha, Guzmán el Bueno su
propia daga para sacrificar a su propio hijo, el Cid su temible Tizona al paso
impetuoso de Babieca, Méndez Núñez las bombas que va a arrojar sobre El Callao,
el general Martínez Campos su espada; todos ellos, sus banderas en lugares bien
visibles.
Tanto alarde bélico
se exhibe paradójicamente como un deseo de paz, de fraternidad y de
convivencia, limitado, claro está, a quienes se colocan de este lado de la
barricada; a quienes piensan conforme enseña la doctrina. Tal es la última
línea roja: es posible acoger en el seno de la comunidad establecida a quien viene de fuera
pero “se integra”, comparte los sentimientos, las creencias y los valores
colocados en lo más alto. Una sociedad excluyente es la que no acepta la
inclusión pura y simple, sino exige además la integración. La que fiscaliza
cuidadosamente las conductas externas e incluso los pensamientos íntimos de las
personas sujetas a su autoridad omnímoda.
Eso es
totalitarismo. Eso es unilateralidad. Eso es desconocimiento y desprecio a lo
diferente. Es una tentación que se da en todas las sociedades. Las derechas dan
razones puramente ideológicas; cierta izquierda, razones económicas. Pero las
costuras de un mundo construido a una escala tan ruin han estallado ya. Urge
cambiar los modos de pensar.